Benedicto XVI será recordado como un Papa desesperado. Cada una de sus palabras está inspirada por una visión ominosa, casi wagneriana, del mundo en el cual le ha tocado vivir y reinar: de la modernidad no salva nada. Abriga por el universo de la técnica una aversión tomístico-heideggeriana y -gracias a las tecnologías de la comunicación de masas- no deja de denunciar el nihilismo de la tecnología. La contemporaneidad le parece un desierto de los sentimientos y de los valores cuyo relativismo le angustia. El último ejemplo de tanta e infinita desesperación nos viene del discurso que dirigió antes de ayer [23 de marzo] a los obispos europeos: habiendo olvidado los valores cristianos, Europa estaría al borde de «la apostasía de sí misma, más que de Dios». Apostasía es una palabra fuerte, dramática, al menos desde el emperador Juliano. Evoca la idea de un harakiri moral. Aunque en este caso expresa sólo un antiguo vicio silogístico: si la esencia de Europa es su cristianidad, cuando Europa deja de ser cristiana deja de ser Europa, de la misma manera que si todos los humanos son bípedos y Sócrates es humano, entonces Sócrates es bípedo. Para el Pontífice, la modernidad es el camino hacia el suicidio, incluso físico, de la civilización occidental: «bajo el perfil de la demografía» Europa, en efecto, se presta a «darse de baja de la historia». Inspira ternura que quien nos predice nuestro largo adiós a la historia sea el mismo que preside una religión en caída libre desde hace 40 años: hoy en día va a misa menos del 30% de los italianos, el 8% de los franceses, el 6% de los ingleses. Si uno lee el número de inscripciones en los seminarios, se diría que lo que se «da de baja de la historia» es el clero católico y no la Europa relativista. Más que emular a Francis Fukuyama (que en los años 90 teorizó «el fin de la historia»), Benedicto XVI parece víctima, por tanto, del síndrome de las Termópilas: se ve como un moderno Leónidas, último baluarte contra el relativismo ético. Tanta desesperación a menudo lo ciega. No se da cuenta de que lo que hace retroceder a la Iglesia católica en Sudamérica no es el materialismo sino las sectas evangélicas: lo que entierra al dios católico son los otros dioses, no el ateísmo. Ya se trate del Islam, de la fecundación asistida o de las parejas de hecho, el carácter sombrío de su desesperación le lleva a afrontar cada batalla como un Fuerte Álamo. Así el Pontífice se encierra en una verdadera «fiebre identitaria»: el temor paroxístico de extraviar la propia identidad, la defensa a toda costa de la identidad (cristiana). Pero por donde pasa la retórica identitaria no vuelve a crecer una brizna de tolerancia y sólo queda un paisaje de ruinas, de fundamentalismos étnicos y religiosos: en suma, una bonita confrontación de civilizaciones. Ya incluso la propia curia empieza a dudar acerca de la oportunidad estrategica de tanto pesimismo: si la situacion es tan desesperada, ¿no es que ya está perdida tal vez la batalla? ¿No se arriesga Leónidas-Benedicto a precipitarnos al abismo con él? Claro, muchos cardenales se arrepienten hoy de la apresurada decision del 19 de abril del 2005, cuando escogieron a Joseph Ratzinger para el trono de Pedro. Dostoievski ya nos había dicho que la desesperación es luciferina, diabólica.
El filósofo Fernando Savater, que acaba de publicar La vida eterna, dice que la religión «es una droga y antes de tomarla no sabemos si nos vamos a convertir en Jekyll o Hyde»
Siempre activo en la vida política, Fernando Savater (San Sebastián, 1947) nunca deja de lado la filosofía. Acaba de publicar La vida eterna (Ariel), donde trata de responder a una pregunta básica: ¿por qué hay gente que cree en Dios?
–¿Para qué escribió La vida eterna?
–Para reflexionar. Creo que la reflexión siempre es un buen arma contra las intransigencias y las intolerancias, hoy tan extendidas entre nosotros.
–¿Cómo define los dogmas?
–Como muros, como barreras contra los que te partes la cabeza sin más remedio. Un dogma no tiene resquicios y eso para alguien que, como a mí, le gusta navegar es bastante frustrante.
–¿Se puede tener fe sin caer en la ceguera?
–No, la fe es ciega porque si no no es fe.
–¿Hay fe con matices?
–Yo distingo en La vida eterna entre fe y credulidad. La fe tiene muchas contraindicaciones, porque implica desconfianza en la razón y quiere ir más allá de lo que la razón nos permite. Pero peor aún que la fe es la credulidad, porque la credulidad es cambiar las razones por lo que nos agrada, lo que nos interesa, lo que nos halaga. Creo que nuestro mundo es un mundo mucho más de credulidad que de fe, y la credulidad es un mal mayor que la fe.
–Del fenómeno religioso, ¿qué es lo que más le inquieta o le sorprende?
–Hace cincuenta años pensábamos que la religión era una cuestión que ya había pasado al ámbito privado, que interesaba o que no interesaba, pero a nivel individual. Hoy volvemos a ver que la religión se convierte en un motor social que, incluso, a veces lleva a cometer actos terroristas o practicar formas de intransigencia y de enfrentamiento. En el mundo de hoy hay un montón de conflictos que de una u otra manera tienen un referente religioso.
–¿Cómo se le queda el cuerpo cuando ve que el amor al prójimo deriva en la aniquilación del prójimo?
–La religión siempre ha tenido esas dos vertientes. Por un lado es capaz de suscitar las mayores muestras de sacrificio, de devoción y de entrega; y, por otra parte, fomenta la intransigencia y la persecución. La religión es capaz de lo mejor y de lo peor. Ése es el problema de la religión: es una droga y antes de tomarla no sabemos si nos vamos a convertir en Jekyll o Hyde.
–¿Dónde cree que debería enseñarse la religión?
–En las parroquias, en las mezquitas, en las sinagogas. Nunca en una escuela dentro de la enseñanza pública.
–¿Usted cree que en países occidentales como España realmente es posible la convivencia pacífica y el entendimiento con el Islam?
–Por supuesto que sí. Todas las religiones, si se convierten en un derecho de cada cual y no en un deber de todos, pueden convivir perfectamente. El problema es cuando una religión cree que puede dictar normas a toda la sociedad, creyentes o no; con ese tipo de religión no se puede convivir democráticamente. Otra cosa es que las religiones asuman que hablan sólo para sus fieles y que no pueden pretender convertir en crímenes lo que ellas consideran pecado.
–¿Tenemos algún derecho a prohibirle a una mujer musulmana que vaya por nuestras calles con un burka en toda regla?
–Si es necesario por razones de orden público y de respeto a los derechos humanos, sí. Igual que en nuestra sociedad nos encontramos con la lamentable tradición del macho que le pega una paliza a la mujer cuando le levanta la voz, y a nadie se le ocurre darle un valor cultural que merece ser conservado, sino todo lo contrario y para eso la combatimos mediante leyes y educación, está claro que tenemos que hacer lo mismo con la dimensión bárbara de otras religiones o culturas.
–¿Dónde poner el límite a la tolerancia?
–La medida son los límites constitucionales y del Estado de Derecho. Las leyes laicas siempre tienen que estar por encima de las religiosas, y si se ve que hay alguna violación de derechos fundamentales o se pone en peligro la seguridad ciudadana, pues naturalmente que no hay precepto que valga.
–¿Por qué la inmensa mayoría cree en Dios?
–La gente dice que cree en Dios, pero en cuanto les haces dos preguntas ya no saben decir en qué creen, ni cómo es eso en lo que creen; al final acaban diciendo que esperan que haya alguien que se ocupe de ellos de alguna forma.
–¿Sin Dios se es más libre o menos libre?
–Libres somos de todas las maneras. Lo que existe es una especie de necesidad de consuelo, porque no queremos admitir nuestra perdición, el saber que finalmente nos perdemos del todo.
l doctor muestra una evidente cara de fastidio y su paciente, una chica adolescente que ha contraído una enfermedad venérea, no parece tener muchas luces. Aun así, le pregunta al profesional: «¿Y durante cuánto tiempo debo evitar las relaciones sexuales?». House, el médico en cuestión, le responde: «Por el bien de la especie, yo le diría que para toda la vida».
Cínico y sagaz, autoritario y sarcástico, el doctor Gregory House (Hugh Laurie) es, a punto de comenzar su tercera temporada en la televisión (hoy a las 21, por Universal Channelen la Argentina), el personaje más interesante de las series de los últimos años. Mezcla de Sherlock Holmes con Ben Casey, de filósofo escéptico con científico loco, el médico de la serie Doctor Houseentronca en la tradición de éxitos como ER Emergenciaso Chicago Hope, pero dándole una vuelta de tuerca genial, mediante la cual la resolución de un caso médico no es una mera cuestión de suspense histérico –o no sólo eso–, sino también una especie de enigma policial que, acaso, sólo el talento diagnosticador de House habrá de resolver.
House es el jefe de una unidad médica de cierto impreciso hospital de Nueva Jersey (Estados Unidos), y bajo su mando están el ambicioso y talentoso neurólogo Eric Foreman (Omar Epps), la bella y sensible inmunóloga Allison Cameron (Jennifer Morrison) y al atormentado y guapo internista Robert Chase (Jesse Spencer). Mientras que a House le toca el papel de guerrero médico que lucha contra la muerte y contra la jefa del hospital, la endocrinóloga Lisa Cuddy (Lisa Edelstein), a su equipo le toca enfrentar los mismos enemigos y al propio House, quien les da las mejores lecciones de medicina aunque el precio es aguantar sus hirientes ironías, su despotismo y la implacable autoridad que le da el hecho de tener, casi siempre, la razón. Algo que reconoce hasta su amigo y «voz de la conciencia», el oncólogo James Wilson (Robert Sean Leonard), quien parece pensar que, si no fuera porque es ateo, House sin duda se creería a sí mismo un dios.
Combinación perfecta El cóctel es completo: personajes complejos, una trama vibrante y un fondo reflexivo en el cual el humor y la ética caminan por la cuerda floja de la vida y la muerte. Una combinación en la que se ve la pluma de su autor y creador, el canadiense David Shore, quien ha escrito capítulos de La ley y el orden y Los practicantes, entre otras series. Pero en la que también se ve la mano del productor, Bryan Singer, el elogiado director de Los sospechosos de siempre, y de éxitos como X-Men y Superman vuelve.
Sin embargo, sólo con la letra de Shore y la visión de Singer, House sería un esqueleto sin carne. Y Hugh Laurie es el que completa la fórmula, dotando a su personaje de un refinamiento y una energía escénica que le han valido, con justicia, dos Globos de Oro consecutivos al mejor actor.
Ciertamente, su Doctor House es difícil de comparar. Laurie tiene la carga de componer a un médico cojo (usa bastón por un infarto muscular mal diagnosticado), adicto a la vicodina por los dolores que su pierna le causa, presuntuoso, sabio, incrédulo y de un humor capaz de carcomer el acero. Un personaje que se anima a pararse en la cornisa de la repelencia pero, sin embargo, consigue todo lo contrario: ser amado.
Tal para cual Hugh Laurie, nacido en Inglaterra, se inició como comediante junto a Stephen Fry y se rodeó de amigos intépretes como Emma Thompson y Kenneth Brannagh. Luego participó en películas dispares (de Sensatez y sentimientos a Stuart Little) hasta que cinceló este médico impar, con el que casi parece confundirse. Como House, Laurie es también músico (el actor toca el piano, el saxo y es cantante) y fanático de las motocicletas (la que conduce el personaje es un bólido propiedad del mismo actor). Pero Laurie va mucho más allá: es también arqueólogo, antropólogo y escritor. Su primera novela, The Gun Seller, acaba de editarse en español bajo el título de Una noche de perros. Mientras, Hugh Laurie ya está terminando la segunda, cuyo título es The Paper Soldier («el soldado de papel»). Un detalle curioso: el padre de Laurie era médico. El actor dice que siente culpa al saber que él, haciéndose el doctor, gana más que su padre, que realmente lo era.
¿House ha cambiado? En el primer capítulo de la tercera temporada, luego de que la segunda acabara con House malherido por un disparo que recibe por un paciente loco, lo encuentra más que distinto. Para sorpresa de sus seguidores, el médico se ha recuperado del ataque y, en medio del trance, han experimentado con un tratamiento que parece exitoso para su pierna. Por ende, ha dejado su icónico bastón. Pero ese cambio no es nada comparado con el otro, más grave, y es que House se siente, acaso por primera vez en su vida (televisiva), inseguro de sus decisiones. Cosa que acentuarán sus colegas, intentando darle una lección sincera, pero frente a la cual este médico indomable opondrá seguramente sus mejores armas: la sapiencia, la agudeza y esa ironía que lo lleva a decir cosas como: «Tiene usted un tumor de 12 kilos. Véale el lado bueno, es todo un récord en la clínica».
Frases ateas de Dr. House
–(Una monja habla de otra, que tiene alucinaciones): La hermana cree en cosas que no existen. –House: ¿Eso no es un requisito indispensable en su oficio?
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–House (a una monja): Ira, orgullo, envidia, gula... Lleva usted cuatro de los siete pecados capitales en dos minutos. ¿Registran ustedes los records? ¿Hay Catolimpíadas?
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House (a la misma monja): Como me mira, diría que ha entrado al quinto pecado capital, la lujuria.
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House (a la monja otra vez): Seguro que tienes mucha fe en Dios... pero a que miras a los lados al cruzar la calle.
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House (sobre un paciente «místico»): Le hablas a Dios, eres religioso. Te habla él, eres psicótico [paráfrasis de una frase de Tomas Szasz].
*
–Chase (inquiere a House para que atienda al chico «místico»): ¿Vas a hablarle a mi paciente? –House: Ya Dios le habla, sería demasiado arrogante de mi parte creerme mejor que Dios…
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–El paciente «místico» a House: Dios dice que buscas excusas para estar solo.
–House: Mira, eso es exactamente la clase de sagacidad que suena profunda, pero podrías decirlo de cualquier persona que no rechace la situación social en que se encuentra, y podrías decirlo ingeniosamente de mí o de cualquiera que no sea un idiota. La próxima vez, dile a Dios sea más específico.
*
–House (tras descubrir un herpes en el chico que se creía un santo): Tranquilo, un par de avemarías, un poco de aciclovir, y a cepillarte feligresas otra vez.
«La mutación es necesaria para la evolución, ¿pero cómo podría alguien haber alguna vez pensado que era suficiente? El cambio evolucionario es, en una extensión mucho mayor que solamente la casualidad esperaría, mejoramiento. El problema con la mutación como la única fuerza evolucionaria se formula sencillamente: ¿cómo, sobre la tierra, se supone que la mutación “conoce” lo que será bueno para el animal y lo que no lo será? De todos los cambios posibles que pudieran ocurrir a un mecanismo complejo existente como un órgano, la inmensa mayoría será peor. Sólo una ínfima minoría de cambios lo hará mejor. Cualquiera que quiera argüir que la mutación, sin selección, es la fuerza impulsora de la evolución, tiene que explicar cómo resulta que las mutaciones tienden a lo mejor. ¿Por qué misteriosa estructural sabiduría el cuerpo elige mutar en la dirección de mejorar, más bien que empeorar? […] Si las mutaciones son casuales, no pueden ser sesgadas hacia el mejoramiento […] Mientras suprimimos esto como una mística carencia de sentido, es importante para nosotros aclarar exactamente qué queremos significar cuando decimos que la mutación es casual (random). […] Hay, en verdad, muchos respectos en los que la mutación no es casual».
«Las variaciones genéticas son producidas por las mutaciones, de las cuales unas irrumpen independiente y súbitamente en el seno de la materia, otras se presentan por vía hereditaria. La tasa de genes polimórficos (variables) da la medida del material hereditario que es susceptible de evolución, y del grado de variabilidad de las especies. Aunque la herencia biológica es un proceso conservador, hay dos órdenes de factores dinámicos que impulsan la evolución: las mutaciones exógenas que alteran la estructura molecular de la materia viva de modo totalmente azaroso –o la materia inanimada en su nivel atómico, que aún escapa a la investigación biológica–, y las mutaciones génicas o cromosómicas que ocurren en el material hereditario, que se deben generalmente a “errores” en la replicación de la información genética, y son incrementadas por los procesos de recombinación o complicación. Por todas estas vías se genera un caudaloso proceso mutacional que permite altas tasas de evolución» (El mito del alma).
Finalmente, puntualiza Dawkins en el libro antes citado:
«Variación y selección trabajan conjuntamente para producir la evolución. El darwinista dice que la variación es casual en el sentido de que no está dirigida hacia el mejoramiento, y de que la tendencia al mejoramiento en la evolución procede de la selección […]. El mutacionista extremo cree que la selección no juega papel alguno. La dirección de la evolución está determinada por la dirección de las mutaciones ofrecidas […] [Negar sesgamiento en la variación mutacional] significa solamente que la mutación no está sistemáticamente sesgada en la dirección de una mejora adaptativa. [Mientras que la caricatura del darwiniano le hace decir que] que todos los cambios concebibles son “igualmente apropiados”. Lo que mantiene la visión darwiniana del mundo […] es que la selección natural, acumulativa, gradual y lenta es la explicación de nuestra existencia».
En los primeros días de la cristiandad, los padres de la iglesia Teófilo de Antioquía y Clemente de Alejandría rechazaron el conocimiento, común desde la época de Platón, de que la Tierra era una esfera. Insistieron en la verdad literal de la Biblia, y desde el Génesis hasta los versos de Revelaciones podían ser interpretados como indicadores de que la Tierra era plana. Pero la evidencia de una Tierra esférica resultaba aplastante para quien hubiera visto cómo desaparecía tras el horizonte el casco de un barco, mientras que sus mástiles continuaban siendo visibles, y al final la Tierra plana no parecía merecedora de lucha.
Hacia la Alta Edad Media, la Tierra esférica era aceptada por los cristianos educados. Dante, por ejemplo, descubrió que el corazón de la Tierra esférica era un destino conveniente para los pecadores. Lo que alguna vez había sido un asunto serio se ha convertido en una broma. Un amigo de la Universidad de Kansas ha formado una Sociedad de la Tierra Plana para demandar (en una burla de la demanda de los creacionistas de Kansas para que las escuelas presenten el «diseño inteligente» como una «alternativa» a la evolución) que las escuelas públicas de Kansas enseñen la teoría de la Tierra plana como una alternativa a la teoría de la Tierra esférica.
La idea más radical de que la Tierra se mueve alrededor del Sol fue más difícil de aceptar. Después de todo, la Biblia pone a la humanidad en el centro de un gran drama cósmico de pecado y salvación, de modo que, ¿cómo podría nuestra Tierra no ser el centro del universo? Hasta el siglo XIX, la astronomía copernicana no pudo ser enseñada en Salamanca o en otras universidades españolas, pero para la época de Darwin apenas si molestaba a nadie. Incluso en fechas tan tempranas como las de Galileo, el cardenal Baronius, el bibliotecario del Vaticano, hizo el famoso comentario en broma de que la Biblia nos dice como ir al cielo, y no cómo es que los cielos funcionan.
Un reto diferente para la religión emergió con Newton. Sus teorías sobre el movimiento y la gravedad demostraron que los fenómenos naturales podían ser explicados sin la intervención divina, y a ellas se opuso, por razones religiosas y en la propia universidad de Newton, John Hutchinson. Pero la oposición a Newton en Europa colapsó cerca de fines del siglo XVIII. Los creyentes pudieron consolarse a sí mismos con el pensamiento de que los milagros eran simplemente excepciones ocasionales a las leyes de Newton, y de todos modos era muy improbable que cualquier física matemática pudiera molestar a aquellos que no comprendían su poder explicativo.
El darwinismo fue otra cosa. No era simplemente que la teoría de la evolución, como la teoría de una Tierra esférica en movimiento, estuviera en conflicto con el literalismo bíblico; no era que la evolución, como la teoría copernicana, negara un lugar central para los humanos; y no era que simplemente la evolución, como la teoría de Newton, proporcionara una explicación no religiosa para los fenómenos naturales que hasta entonces habían parecido como inexplicables sin una intervención divina. Mucho peor. Entre los fenómenos naturales explicados por la selección natural se encontraban las características mismas de humanidad de las que estamos tan orgullosos. Se hizo plausible que nuestro amor por nuestras parejas e hijos y que, según el trabajo de los biólogos evolutivos modernos, aún principios morales más abstractos como la lealtad, la caridad y la honestidad, tengan su origen en la evolución y no en un alma creada por una divinidad.
Dado el ataque que la religión tradicional ha recibido de parte de la evolución, es lógico que los adversarios modernos más enérgicos, elocuentes y libres de compromiso de la religión son los biólogos que nos han ayudado a comprender la evolución: primero Francis Crick, y ahora Richard Dawkins. En The God Delusion, Dawkins corona una serie de sus libros sobre biología y religión con un ataque severo sobre todos los aspectos de la religión, no solamente la religión tradicional, sino también sobre el vago conjunto moderno de piedades que a menudo se apropian de su nombre. En su nota menos amable, Dawkins postula incluso que la persistencia de la creencia en dios es, en sí misma, un producto de la selección natural actuando tal vez sobre nuestros genes, como sostuvo Dean Hamer en El gen de dios, pero más seguramente sobre nuestros «memes», los conjuntos de creencias y actitudes culturales que en una forma darwiniana aunque no biológica tienden a ser transmitidos de generación en generación. No es que el meme haga que el creyente o que los genes del creyente sobrevivan, sino que es el meme en sí mismo que por su naturaleza tiende a sobrevivir.
Por ejemplo, la persistencia de la creencia en una religión en particular se ve naturalmente ayudada si esa religión enseña que dios castiga a la incredulidad. Una religión de ese tipo tiende a sobrevivir si el castigo con que amenaza es lo suficientemente horrible. Por contraste, una religión tendría problemas para conservar a sus conversos si enseña que los infieles están sujetos, después de la muerte, a un breve período de leve incomodidad, después del cual se unirán a los creyentes en una felicidad eterna.
Por lo tanto, resulta natural que en el cristianismo y en el islamismo tradicionales, la incredulidad se convierta en el crimen máximo, y que el infierno sea la máxima cámara de torturas. No es extraño que el matemático Paul Erdös siempre se refiriera a dios como el Fascista Supremo. Dawkins focaliza su libro sobre el cristianismo y el islamismo, que tradicionalmente enfatizan la importancia de la creencia, más que en religiones como el judaísmo, el hinduismo o el sintoísmo, que están relacionadas con grupos étnicos específicos y que tienden a remarcar la observancia más que la fe.
A Dawkins, al igual que a Erdös, dios no le gusta. El califica al dios del Antiguo Testamento como «el personaje más desagradable de toda la ficción: celoso y orgulloso de serlo, un controlador fanático mezquino, injusto e inclemente; un “limpiador” étnico vengativo y sediento de sangre; un matón caprichosamente malevolente, misógino, pestilente, megalomaníaco y sadomasoquista». Y en cuanto al Nuevo Testamento, cita con aprobación la opinión de Thomas Jefferson, de que «el dios cristiano es un ser con un carácter terrible, cruel, vengativo, caprichoso e injusto».
Todo esto es muy fuerte, y obviamente Dawkins intenta impactar al lector, pero su diatriba tiene un propósito constructivo. Al atacar al dios de las sagradas escrituras, está intentando debilitar la autoridad de los mandatos de ese dios, comandos cuya interpretación ha llevado a la humanidad a una historia vergonzosa de inquisiciones, cruzadas y jihads. Dawkins indica al lector muchos detalles brutales, pero debemos únicamente dar un vistazo a los encabezados de la actualidad para conseguir los nuestros propios. Por alguna razón, Dawkins no hace ningún comentario sobre el dios del Corán, quien parecería proporcionar iguales oportunidades para el ataque.
Las críticas de The God Delusion en el New York Times y en el New Republic reprochan a Dawkins su despectivo rechazo de las pruebas «clásicas» de la existencia de dios. Yo estoy de acuerdo con Dawkins en lo que respecta al rechazo de esas pruebas, pero las hubiera contestado de forma un poco diferente.
La «prueba ontológica» de San Anselmo nos pide inicialmente concordar en que es posible concebir algo tal que no se pueda concebir nada más grande. Una vez que ha logrado ese acuerdo, el astuto filósofo apunta que la cosa concebida debe existir, ya que si no existiera entonces alguna otra cosa que sí existe debiera ser más grande. ¿Y qué podría ser esta cosa que es la más grande que existe, sino dios? QED.
Desde el monje Gaunilo de la época de Anselmo hasta los filósofos de nuestro tiempo como J. L. Mackie y Alvin Plantinga, hay una concordancia general en que la prueba de Anselmo es errónea, aunque no están de acuerdo en qué consiste el error. Mi propia visión es que la prueba es circular: no es verdad que uno pueda concebir algo tal que nada que sea más grande pueda ser concebido, a menos que inicialmente se asuma la existencia de dios. La «prueba» de Anselmo ha reaparecido y ha sido refutada en muchas formas diferentes, casi un poco como una enfermedad infecciosa que puede ser derrotada por un antibiótico, pero que evoluciona de tal forma que necesita ser derrotada una y otra vez.
La «prueba cosmológica» no es mejor desde el punto de vista lógico, pero tiene un cierto atractivo para el físico. Sostiene que todo tiene una causa, y como esta cadena de causalidad no puede prolongarse eternamente, debe concluir en una causa primera, a la que llamamos dios. La idea de una causa primordial es profundamente atractiva, y de hecho el sueño de la física de partículas elementales es encontrar la teoría final en la raíz de todas las cadenas de explicaciones de lo que vemos en la naturaleza.
El problema es que una teoría matemática final de ese tipo difícilmente resultaría ser lo que cualquiera entiende como dios. ¿Quién le reza a la mecánica cuántica? El creyente puede con igual justicia sostener que ninguna teoría de la física puede ser una causa inicial, ya que todavía nos preguntaríamos porqué la naturaleza está gobernada por esa teoría, en lugar de por alguna otra. Sin embargo, en exactamente el mismo sentido, dios no puede ser tampoco una causa inicial, ya que cualquiera que fuera nuestra concepción de dios todavía nos preguntaríamos porqué el mundo está gobernado por esa clase de dios, en lugar de por alguna otra.
La «prueba» que históricamente ha sido más persuasiva es el argumento del diseño. Se supone que el mundo en general (y la vida en particular) está conformado tan maravillosamente que únicamente podría ser el resultado del trabajo del diseñador supremo. El gran logro de los científicos, desde Newton hasta Crick y Dawkins ha sido la refutación de este argumento explicando al mundo.
Me inquieta que Thomas Nagel en el New Republic deje de lado a Dawkins por ser un «filósofo aficionado», mientras que Terry Eagleton en el London Review of Books se burla de Dawkins por sus carencias de entrenamiento teológico. ¿Debemos concluir entonces que las opiniones en materia de filosofía o de religión pueden ser expresadas únicamente por expertos, y no por simples científicos o por gente común? Eso sería como decir que únicamente los cientistas políticos pueden justificar la expresión de su visión sobre la política. El juicio de Eagleton es particularmente inapropiado; es como decir que nadie está calificado para juzgar la validez de la astrología, a menos que pueda producir un horóscopo.
Donde yo creo que Dawkins se equivoca es en que, como Enrique V en Agincourt, no parece darse cuenta de la extensión de la victoria de su bando. Dejando de lado el ascenso del islam en Europa, la caída de la creencia cristiana seria entre los europeos está tan ampliamente demostrada que Dawkins se dirige a los Estados Unidos para encontrar la mayoría de sus ejemplos sobre la creencia religiosa reaccionaria. Atribuye el gran respeto por la religión en los EE.UU. al hecho de que los norteamericanos nunca han tenido una iglesia establecida, una idea que puede haber tomado de Tocqueville.
Pero si bien la mayoría de los estadounidenses puede estar segura del valor de la religión, hasta donde yo puedo ver no está muy segura sobre la verdad de lo que enseña su propia religión. Según un artículo reciente del New York Times, los evangelistas estadounidenses están desesperados por una encuesta que demostró que únicamente el 4% de los adolescentes norteamericanos serán «cristianos creyentes de la Biblia» cuando alcancen la edad adulta.
La difusión de la tolerancia religiosa proporciona evidencia del debilitamiento de la certeza religiosa. Históricamente, la mayoría de los grupos cristianos ha enseñado que no hay salvación sin la fe en Cristo. Si se está realmente seguro de que cualquiera que no posea esa fe está condenado a un infierno eterno, entonces la propagación de la fe y la eliminación de la incredulidad serían lógicamente las cosas más importantes del mundo, mucho más importantes que cualquier otra virtud secular tal como la tolerancia religiosa. Sin embargo, la tolerancia religiosa campea por sus fueros en Norteamérica. Nadie que haya expresado públicamente su falta de respeto por cualquier religión en particular podría ser elegido para un alto cargo público.
Incluso cuando los ateos norteamericanos puedan tener problemas para ganar elecciones, los estadounidenses son bastante tolerantes con nosotros los incrédulos. Mis muchos buenos amigos en Texas que son cristianos profesos ni siquiera intentan convertirme. Esto podría ser tomado como evidencia de que a ellos no les importa realmente si yo paso la eternidad en el infierno, pero prefiero pensar (y tanto baptistas como presbiterianos lo han admitido frente a mí) que no están del todo seguros con respecto al cielo y al infierno.
A menudo he escuchado la afirmación (una vez por voz de un sacerdote estadounidense) que no es tan importante lo que uno cree; lo importante es como nos tratamos unos a otros. Por supuesto, aplaudo este sentimiento, pero imaginémonos intentando explicar eso de «no importa lo que uno crea» a Lutero, a Calvino o a San Pablo. Afirmaciones como ésta muestra una retirada masiva de la cristiandad del terreno que alguna vez ocupó, una retirada que no puede ser atribuida a una nueva revelación, sino únicamente a la pérdida de certidumbre.
Buena parte del debilitamiento de la certeza religiosa en el occidente cristiano puede ser vista junto al portal de la ciencia; incluso personas cuya religión podría hacer que se inclinaran hacia la hostilidad frente a las pretensiones de la ciencia, comprenden generalmente que ellos mismos deben apoyarse en la ciencia y no en la religión para lograr que las cosas se hagan. Pero nada parecido a esto ha sucedido, con los mismos alcances, en el mundo del islam.
Uno encuentra en los países islámicos no solamente la oposición religiosa a teorías científicas específicas, como sucede ocasionalmente en occidente, sino también una extensa hostilidad religiosa hacia la ciencia misma. Mi difunto amigo, el distinguido físico paquistaní Abdus Salam, intentó convencer a los mandatarios de los ricos estados petroleros del Golfo Pérsico para que invirtieran en educación e investigación científicas, pero descubrió que si bien se mostraban entusiasmados con la tecnología, sentían que la ciencia pura representaba un reto muy grande para la fe.
En 1981, la Hermandad Islamita de Egipto pidió el fin de la educación científica. En las áreas de la ciencia que conozco mejor, aunque hay científicos talentosos de origen islámico trabajando productivamente en occidente, a lo largo de cuarenta años no he visto un simple artículo realizado por un físico o un astrónomo que trabajara en un país islámico y que valiera la pena leer. Esto es así pese al hecho de que en el siglo IX, cuando la ciencia apenas si existía en Europa, el mayor centro mundial de investigación científica se encontraba en la Casa de la Sabiduría en Bagdad.
El islam se volvió contra la ciencia en el siglo XII. La figura más influyente fue el filósofo Abu Hamid al-Ghazzali, quien argumentó en La incoherencia de los filósofos contra la idea misma de leyes de la naturaleza, sobre la base de que cualquiera de esas leyes pondría en cadenas las manos de dios. Según al-Ghazzali, un montón de algodón colocado sobre las llamas no se oscurece y arde a causa del calor, sino porque dios quiere que se oscurezca y se queme. Después de al-Ghazzali, no hubo más ciencia digna de mención en los países islámicos.
Las consecuencias son horrorosas. Sea lo que sea que se opine sobre los islamitas que se vuelan a sí mismos en ciudades atiborradas de gente en Europa o Israel, o que choquen con aeroplanos en edificios de los EE.UU., ¿quién discutiría que la certeza de su fe tiene algo que ver con el asunto?
George W. Bush y muchos otros quisieran que nosotros creyéramos que el terrorismo es una distorsión del islam, y que el islam es una religión de paz. Por supuesto, decir esto es una buena política, pero las afirmaciones sobre lo que es el islam tienen poco sentido.
El islam, como todas las otras religiones, fue creado por personas, y existen potencialmente tantas versiones diferentes del islam como hay personas que declaran ser islamitas (la misma afirmación se aplica a la opinión altamente personal de Eagleton sobre lo que “es” el cristianismo). No sé sobre qué bases uno puede decir que una persona pacífica y bien intencionada como Abdus Salam es más o menos islamita que los asesinos guerreros islámicos del Hezbollah y de la Jihad Islámica, que los clérigos de todo el mundo islamita que incitan al odio y a la violencia, o que aquellos islamitas que hacen manifestaciones contra supuestos insultos contra su fe, pero no contra las atrocidades cometidas en su nombre (incidentalmente, Abdus Salam se veía a sí mismo como un islamita devoto, pero pertenecía a una secta que la mayoría de los islamitas considera herética, y por años no se le permitió regresar a Paquistán).
Dawkins trata al islam como simplemente otra religión deplorable, pero hay una diferencia. La ecuanimidad de Richard Dawkins es bien intencionada, pero está fuera de lugar. Comparto su falta de respeto por todas las religiones, pero en nuestros tiempos es tonto despreciarlas a todas ellas por igual.
NOTA: Traducido y publicado con autorización especial de The Times Literary Supplement.
Todos, con excepción de los posmodernos, apreciamos la verdad, al punto de despreciar o aun castigar a los mentirosos. Pero al mismo tiempo todos sabemos que, fuera de la matemática, la exactitud es tan escurridiza como la justicia, la honestidad y el desinterés. Todos éstos son ideales a los que podemos y a los que debemos aproximarnos, aunque sin hacernos la ilusión de alcanzarlos siempre. En efecto, acaso podamos acumular elementos de prueba en favor de una teoría física, biológica o sociológica, pero jamás podremos probarla concluyente y definitivamente, al modo en que se demuestran los teoremas matemáticos. Lo más a que podemos aspirar en las ciencias fácticas son verdades parciales o aproximadas, tales como «la Tierra es esférica» y «el precio de una mercancía es inversamente proporcional a su demanda». El motivo de la diferencia es éste: las verdades matemáticas dependen solamente de las hipótesis y definiciones que se nos antoje estatuir, mientra que la verdad de los enunciados de hechos depende del mundo, que no es factura nuestra. Por este motivo, el hallazgo de un gran número de ejemplos favorables a una hipótesis no excluye la posibilidad de que investigaciones ulteriores arrojen contraejemplos (excepciones). En otras palabras, un elevado grado de confirmación no garantiza la verdad de una proposición: sólo muestra que ella es plausible. Esta dificultad para alcanzar verdades exactas y definitivas acerca del mundo real sugirió al célebre filósofo Karl Popper (1902-1994) que lo más que podemos pedir de una proposición referente a hechos es que resista las tentativas de falsarla. Más precisamente, Popper propuso la falsabilidad como criterio de cientificidad: una proposición sería científica si y solamente si se pueden imaginar circunstancias en las que sería falsa. Por ejemplo, la hipótesis de que nuestro universo es uno de los tantos universos paralelos no es científica, porque no hay manera de entrar en contacto con los presuntos universos alternativos. Según Popper, no habría un paraíso de enunciados fácticos: sólo existirían el infierno de falsedades y el purgatorio de las conjeturas por falsar. Esta doctrina suele llamarsa «falsacionismo». También podría llamársela «masoquismo gnoseológico», porque lo cierto es que los científicos procuran verdades, aunque sean aproximadas, y triunfan en la medida en que las encuentran. Por ejemplo, siguiendo a Popper, la hipótesis de que la Tierra es chata habría sido científica antes del viaje de Magallanes, porque era falsable, ya que se podía imaginar un viaje alrededor del mundo. En mi opinión, no lo era, y esto por un motivo diferente: porque era incompatible con el grueso del saber científico de la época. En efecto, contradecía la suposición de la antigua astronomía griega, de que la Tierra es un cuerpo tan redondo como el resto de los cuerpos llamados celestes. La hipótesis de la Tierra chata era popular y estaba inscripta en la Biblia, pero los astrónomos sabían que era falsa mucho antes de Magallanes. Diecisiete siglos antes de que la expedición de Magallanes diera la vuelta al mundo, el astrónomo griego Eratóstenes había calculado el diámetro de la Tierra. O sea, la tesis de la chatura de la Tierra no era científica porque era incompatible con el cuerpo del conocimiento científico de la época. Creo que la falsabilidad no es necesaria ni suficiente para la cientificidad. En cambio, lo es lo que llamo coherencia externa, o compatibilidad con el grueso del conocimiento científico del día. La falsabilidad no es necesaria para la cientificidad, porque hay hipótesis científicas, tales como las de la existencia de ciertas cosas o procesos (p. ej., planetas extrasolares, ondas gravitatorias, células que emergen por autoensamble de compuestos químicos, etc.), que sólo son confirmables, pero en cambio son compatibles con el grueso de la ciencia. Además, las hipótesis de alto nivel, tales como las de la mecánica cuántica y la biología molecular, no son testeables por sí mismas. Para someterlas a prueba hay que enriquecerlas con premisas que representan rasgos particulares del objeto estudiado. Además, es preciso «operacionalizarlas», o sea, traducir términos teóricos a términos empíricos (p. ej. transformar temperaturas en alturas de columnas termométricas). La falsabilidad no es suficiente: hay hipótesis no científicas, tales como la determinación de la personalidad por los astros o por el entrenamiento de los esfínteres, que han sido refutadas hace tiempo. Pero ninguna de ellas es compatible con el grueso del conocimiento científico. Además, la falsación no es más concluyente que la confirmación. En efecto, todos sabemos que hay errores de observación o de cálculo. Desgraciadamente, ni Popper ni los positivistas a quienes criticó tuvieron en cuenta los errores de distintos tipos que afectan a los datos empíricos. Por esto, Popper creyó que los hallazgos negativos son definitivos, y los positivistas afirmaron que los positivos sí lo son. En rigor, el criterio popperiano de falsabilidad se aplica exclusivamente a las llamadas hipótesis nulas, de la forma «las variables A y B no están asociadas entre sí». En efecto, lo primero que hace el científico que se enfrenta a una de ellas es intentar falsarla. Si lo logra, o sea, si encuentra que A y B están relacionadas entre sí, procede a formular una hipótesis afirmativa y precisa, tal como «B es una función exponencial de A». Pero ni Popper ni sus discípulos se han ocupado de las hipótesis nulas, ni en general de la estadística. Con todo, que una hipótesis sea infalsable en principio es una llamado de atención siempre y cuando no se presente junto con otras hipótesis o cuando sus laderos sirvan solamente para protegerla. Esto último pasa con la hipótesis freudiana de la represión, cuya única función es proteger a la fantasía edípica. («El que digas amar a tu padre refuerza mi sospecha de que lo odias: tu superyó ha reprimido tan fuertemente tu odio, que no te das cuenta»). Un caso similar es la hipótesis de que todos procuramos maximizar nuestras utilidades esperadas. Si se aduce un contraejemplo, tal como el del fumador que al inhalar con placer se expone al cáncer o el de quien hace favores sin esperar recompensa, se le contesta: «¡Ah, pero es que el fumador y el altruista sienten placer, aunque el primero arriesgue su salud, y el segundo, su patrimonio!». No hay, pues, manera de poner a prueba el postulado central de las teorías de la acción racional. Además, dicho postulado es incompatible con la economía experimental, que muestra que solemos evitar riesgos y contentarnos con ganancias razonables. En conclusión, la falsabilidad es importante, porque controla la imaginación. Pero no lo es más que la congruencia con el grueso del conocimiento. En todo caso, los investigadores aspiran a confirmar sus teorías favoritas, no a falsarlas. El Premio Nobel nunca se concedió por falsar hipótesis. Análogamente, el labrador no se limita a desmalezar, sino que pone su mayor esfuerzo en cosechar algo comestible y vendible. En resumen, la falsabilidad es deseable pero no es necesaria ni suficiente. Mucho más importantes son la confirmabilidad y la congruencia con el grueso del saber.
Ateísmo esencial total desde la perspectiva del materialismo filosófico.
El autor
Fernando G. Toledo
Poeta, narrador y periodista.
Soy Licenciado en Comunicación Social.
Soy editor en Diario Los Andes. Fui director periodístico de InMendoza y Grupo Post y periodista en Radio Nihuil. Fui jefe de espectáculos de Diario Uno y periodista de Canal 7 Mendoza.
Publiqué en poesía: Hotel Alejamiento (1998), Diapasón (2003), Secuencia del caos (Premio Vendimia, 2006), Viajero inmóvil (2009), Mortal en la noche(2013) y Plano secuencia. Antología poética 1998-2018 (2018). En narrativa: «La luz mala», como parte de Mitos y leyendas cuyanos (Alfaguara, 1998), la novela de no ficción De Mendoza a Tokio (2014), El mar de los sueños equivocados (2016, Premio Vendimia de novela Juvenil), el e-book Magia y pasión de Liliana Bodoc (2019) y las crónicas La ilusión de un gran final (2022). En ensayo: Cruz y ficción (e-book, 2021). En 2016 se estrenó mi obra teatral De Mendoza a Tokio y en 2017, Los sonidos de la buena memoria.
Para entender el mundo, uso las herramientas del materialismo filosófico. Soy ateo esencial total y publico desde 2005 el blog Razón Atea.
Soy el creador y director del Festival Internacional de Poesía de Mendoza.