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  1. Más fe que historia

    domingo, diciembre 09, 2012

    La adoración de los magos, por El Bosco.

    Juan G. Bedoya
    Publicado en El País

    Benedicto XVI sostiene que se saben «pocas cosas» sobre Jesús, pero lo enlaza con el emperador Augusto como “una conexión interplanetaria” y lo emparenta con el rey David

    «Cualquiera es libre de contradecirme». Esta advertencia de Benedicto XVI figura en el prólogo del segundo tomo de su jaleada biografía sobre Jesús. Conviene no olvidarla para entender el tercero y último, que acaba de publicarse con el título La infancia de Jesús. «No he intentado escribir una cristología», confiesa el Papa, como justificándose.

    Efectivamente, el libro no es una biografía al uso, ni de lejos, sino una exhibición de elaboraciones teológicas, «una cristología desde arriba», por citar el precedente famoso de El Señor, de Romano Guardini, tan admirado por el Papa.

    El lanzamiento del libro ha contado con una polémica en torno a la presencia, o no, de un buey y un asno en el establo donde nació el fundador cristiano. También se ha discutido la insistencia del Papa en que todo empezó en un pesebre de Belén, adonde el matrimonio José y María habría acudido para cumplir con un censo decretado por Roma. Historiadores antiguos y modernos desmienten esa tesis con toda certeza. En realidad, al Papa le importa poco el debate sobre los hechos. Partiendo de su idea de que se saben pocas cosas sobre Jesús, a Benedicto XVI le motiva más el que los hechos coincidan con profecías de la Biblia. Si no coinciden, peor para los hechos.

    Benedicto XVI conoce el terreno que pisa. Por ejemplo, descarta a Nazaret como el lugar del pesebre porque le venía mal a profecías que va a manejar. Si Jesús hubiera nacido en Nazaret, una pequeña ciudad de Galilea antes de él sin ninguna celebridad, ¿cómo casar el que descendiese de la casa de David? También se derrumbaría con estrépito la larga genealogía de José, el padre legal de Jesús, que remonta hasta Adán pasando por David y Salomón. El fundador del cristianismo, qué menos que emparentarse con reyes y compararse con el emperador Augusto. Los Evangelios —del griego, buena noticia— son relatos para endiosar a un fundador, como habían hecho antes —y hacen después— los escribas de otras tradiciones.



    El Papa intenta mantenerse «al margen de las controversias»

    Ha pensado Ratzinger en esa circunstancia cuando escribe (página 11) que «Nazaret no era un lugar que hubiera recibido promesa alguna». Recuerda, por eso, la respuesta que un futuro discípulo de Jesús, Felipe, ha dado a su compañero Natanael cuando este le comunica que «aquel de quien escribieron los profetas, lo hemos encontrado: Jesús, hijo de José, de Nazaret». La respuesta de Felipe es conocida, y al Papa le gusta subrayarla: «¿De Nazaret puede salir algo bueno?».

    Como si hubieran leído esta frase del libro, dos tuiteros reflexionaban graciosamente estos días, en medio del belén que se ha armado con las dudas sobre si había, o no, bueyes y burros en el dichoso establo. «¿Para qué nacer en Lepe, pudiendo ser de Bilbao?», decía uno. Contestaba otro: «Seamos universales: ¿para qué ser de Idaho pudiendo nacer en California?». Un tercero pregunta: «¿Y dónde aparcó su mula José? ¿O es que la virgen María, a punto de parir, tuvo que viajar a patita de Nazaret a Belén?».

    Benedicto XVI, de civil Joseph Ratzinger, de 85 años, empezó a escribir esta obra antes de encumbrarse en el pontificado romano, en 2005. Eso quiere decir que el primer tomo, y probablemente el segundo, son obra del teólogo Ratzinger, a la sazón gran inquisidor romano. Fueron obras sólidas, de peso, incluso físicamente (447 páginas el primer tomo; 396, el segundo). El que ahora se presenta (apenas 137 páginas, editadas por Planeta), lo ha escrito como Papa, en medio de las imponentes parafernalias del cargo. El autor parece reconocerlo en el prólogo: «Espero que, a pesar de sus límites, este pequeño libro pueda ayudar a muchas personas en su camino hacia Jesús y con él». Lo firma el 15 de agosto pasado, festividad de la Asunción de María al cielo, en su palacio de veraneo, Castel Gandolfo, a orillas del lago Albano.

    La advertencia no ha espantado la polémica. Poner en duda la presencia de un burro en la cuadra donde nació el fundador de su religión hubiera sido apenas noticia si saliese de la pluma de un teólogo, por famoso que fuese. Dicho por el Papa ha suscitado mil controversias. Por eso la noticia ha armado el belén. En España existe esta expresión —¡Y se armó el belén!— para definir una escandalera de este tipo, que ha desatado en las redes sociales execraciones o bromas sin cuento.

    ¿Qué ha escrito, realmente, Benedicto XVI? Parece obligado empezar por la noche en que la Virgen dio a luz y «envolvió al niño en pañales» sobre un pesebre. «Podemos imaginar sin sensiblería con cuánto amor preparaba el nacimiento», escribe. Apenas dos párrafos después aborda la escena completa. ¿Quién más había en el establo? Este es el texto: «Como se ha dicho, el pesebre hace pensar en los animales, pues es allí donde comen. En el Evangelio de Lucas no se habla en este caso de animales. Pero la meditación guiada por la fe, leyendo el Antiguo y el Nuevo Testamento relacionados entre sí, ha colmado muy pronto esta laguna, remitiéndose a Isaías 1, 3: ‘El buey conoce a su amo, y el asno el pesebre de su dueño; Israel no me conoce, mi pueblo no comprende».

    Sitúa el nacimiento de Jesús en Belén, y no en Nazaret, por una profecía

    San Francisco de Asís toma esa profecía para construir en la Navidad de 1223, por primera vez en la historia de la cristiandad, una casita de paja a modo de portal y explicar a sus fieles el misterio del nacimiento de un Jesús pobre entre los pobres. Ahí empezó la tradición del belén, no antes. La imponente autoridad moral del franciscano, patrono de los animales y que da nombre a la gran ciudad de California, extendió pronto el mito por Europa y América. El Vaticano está construyendo el suyo estos días, impresionante, como cada año en la plaza de San Pedro. Por cierto, el Evangelio lucano no habla de animales en el establo, pero tampoco dice nada de la (se supone que indiscutible) presencia de José, el padre legal del recién nacido.

    Más metáforas. Dedica el Papa cuatro páginas a subrayar cómo Jesús, «el realmente Poderoso» (la mayúscula es suya) nace «en un pesebre, en un ambiente poco acogedor, incluso indigno», pero, inmediatamente, hace una pirueta que deja al lector descolocado. «En realidad, el pesebre es una especie de altar y se convierte en una referencia a la mesa de Dios». Naciendo entre pastores (si aquello era un establo, «habría pastores y animales», remacha), podrá remontarse a David, pastor de ovejas antes que rey, y a la profecía de Miqueas, según la cual de un pesebre de Belén “había de salir el que un día apacentaría al pueblo de Israel”. Resumen papal: «Jesús es el Gran Pastor de los hombres».

    Después de esa que el Papa llama «pequeña divagación», el libro vuelve al texto del Evangelio de Lucas, donde se lee: «María dio a luz a su hijo primogénito», y entra en el debate sobre si la Virgen fue madre de otros hijos (y también hijas), y si san Pablo entró al trapo cuando llama a Jesús «el primogénito de muchos hermanos». Conclusión del teólogo Ratzinger, esforzado a demostrar la virginidad de la madre: «El primogénito no es necesariamente el primero de una descendencia sucesiva. La palabra “primogénito” no se refiere a una numeración sucesiva, sino que indica una cualidad teológica». Conclusión: «En el humilde pesebre está ya este esplendor cósmico: ha venido entre nosotros el verdadero Primogénito del Universo». Vaya por Dios.

    Hay cientos de miles de libros sobre Cristo y 10.000 biografías serias

    Sobre Jesús hay cientos de miles de libros y en torno a 10.000 biografías consideradas serias. Es lógico si se tiene en cuenta que su nacimiento, pese a tener fecha dudosa, parte en dos la historia de una porción del mundo desde que el monje Dionisio el Exiguo propuso en el siglo VI —y el Papa impuso— reemplazar la cronología romana, que contaba los días a partir de la fundación de Roma, por una cronología cristiana. Desde entonces, se cuentan los años por un antes y después de Cristo. Ratzinger entra en el asunto para anotar lo que está sobradamente constatado: la insólita circunstancia de que Jesús nació antes de la era cristiana. «Evidentemente», escribe, «Dionysius Exiguus se equivocó algunos años en sus cálculos».

    En este punto, hace afirmaciones que los historiadores niegan. Dice, por ejemplo, que Jesús «nació en Belén» porque sus padres habían viajado hasta allí para cumplir «con un censo ordenado por los romanos». Frente a la tesis de que para ese censo, de haber existido, no habría sido necesario un viaje de cada cual a su ciudad, el Papa replica, apelando a «diversas fuentes», que los interesados «debían presentarse allí donde poseyeran tierras». Según el Papa, José, de la casa de David, disponía de una propiedad en la comarca de Belén. El terrateniente, no hace falta decirlo, es carpintero en Nazaret y marido de María, virgen y la madre de Jesús.

    No es verdad que hubiera revisión catastral alguna en ese tiempo. El Papa parece aceptarlo cuando empieza el párrafo siguiente afirmando que «siempre se podrá discutir sobre muchos detalles porque sigue siendo difícil escudriñar en la vida cotidiana de un organismo tan complejo y lejos de nosotros como el del Imperio romano».

    La afirmación es temeraria. La Roma de Augusto ha sido estudiada con detalle por los mejores historiadores romanos, relativamente contemporáneos de Jesús, como Tácito (año 50 a 120), Suetonio (hacia el 120) y Plinio el Joven (61-120), y en la modernidad por todo tipo de especialistas, entre otros el gran Ernest Renan y ahora Jesús Pagola, que vivieron en Israel antes de ponerse a escribir. Está demostrado que no hubo censo ni catastro alguno en aquel tiempo, y que cuando el fundador cristiano nació, el rey Herodes llevaba muerto más o menos dos años, lo que derrota el bulo cristiano de que el monarca judío, cuando se enteró por los Reyes Magos del nacimiento de Cristo, «mandó matar a todos los niños de Belén y su comarca de dos años para abajo».

    ¿Por qué el Papa se aferra a la idea de que el conocido como Jesús el nazareno nació en Belén? Lo explica como teólogo, es decir, trazando «un cuadro teológico» (sic). Un supuesto (pero irreal) decreto de Augusto para registrar fiscalmente a todos sus ciudadanos habría cumplido la profecía de Miqueas, según la cual «el Pastor de Israel habría de nacer en aquella ciudad». Y había que dar cumplimiento a otra promesa: la de que «la historia del Imperio Romano y la historia de la salvación, iniciadas por Dios en Israel, se compenetran recíprocamente». Así alcanza a emparejar la grandeza de Augusto y la grandeza de Jesús, «una conexión interplanetaria», dice el Papa. Lo escribe en un espectacular palacio levantado en el corazón de aquel Imperio, hoy centro neurálgico del imperio cristiano, que lo sustituyó.

    La mayoría de las biografías de Jesús han sido escritas por historiadores, pero abundan las firmadas por teólogos (en griego, personas que dicen «palabras sobre Dios»), o estudiosos de los incontables textos conocidos como Evangelios. Son decenas, pero la Iglesia romana, cuando se asentó en el poder imperial y pudo podar a placer lo que no convenía a sus intereses, incluso con violencia, los redujo a cuatro verdaderos. Como la gente seguía interpretando, llegó el tiempo en que la autoridad eclesiástica prohibió leer la Biblia, salvo la podada por Roma. Así siguen sus fieles, ahora por mala costumbre.

    Benedicto XVI, que antes de ser papa ejerció de inquisidor, advierte ahora, generoso, que su vida de Jesús «no es en modo alguno un acto magisterial, sino únicamente expresión de búsqueda personal del rostro del Señor». Se le puede contradecir, asume. «No he intentado escribir una cristología». El teólogo anuncia una vida de Jesús, pero la escribe más desde la fe que desde la razón. Lo llama «toques de fe». Todo ello pese a escribir también que «no se pueden atribuir a Dios cosas absurdas o insensatas o en contraste con su creación».

    Tampoco san Pablo se cayó del caballo

    Escribió Renan que el teólogo tiene como principal interés el dogma. “Un teólogo liberal es un pájaro al que se le han cortado algunas plumas de las alas. Lo creéis dueño de sí mismo, hasta el momento en que trata de emprender el vuelo. Entonces veréis que no es completamente hijo del aire”. Pongan aquí el nombre de Joseph Ratzinger.

    Veamos el caso de san Pablo, antiguo fabricante de tiendas en Tarso y Apóstol de los Gentiles (como gustaba llamarse). Fue el auténtico secretario de organización del primer cristianismo. Sin él, que mandó hacer la romería —¡A Roma, a Roma, el corazón del mundo!—, la Iglesia que conocemos, segunda en número de fieles tras el islam, no habría dejado de ser una secta judía y contracultural. El mito dice que Pablo se cayó del caballo, deslumbrado por el mismísimo Jesús resucitado, cuando corría a Damasco a aporrear cristianos. La verdad la cuenta él mismo. Sencillamente, se convirtió por la entereza con que vio morir al primer mártir cristiano, san Esteban.

    Preguntaba el otro día Juan José Millás en la cadena SER, a propósito del último libro de Benedicto XVI, cuáles serían las mejores biografías de Jesús. Si hay una clásica es la Vida de Jesús, de Ernest Renan, de 1863. Es una referencia obligada (en España, la última edición es de 1995, de Edaf). Pese a que retrata al fundador cristiano como un ser excepcional (por encima de los Evangelios), su publicación causó escándalo descomunal por la reacción del papa Pío IX, que para entonces ya se comportaba como un psicópata. Después de Lutero y Voltaire, ningún hombre ha desencadenado cóleras más furibundas entre eclesiásticos.

    Roma creyó que Renan fue el responsable del deterioro de la fe cristiana en Europa, como si la jerarquía de esa religión no hubiera tenido nada que ver en aquel derrumbe. De la obra incendiaria de Pío IX (Syllabus Errorum, Índice de libros prohibidos, Concilio Vaticano I…), no quedan ni cenizas.

    Al Vaticano siempre le ha molestado que la gente de ciencias o de letras, y también los historiadores sin sotana, meta las narices en la vida de su mesías. El cristianismo romano es, en sus raíces, un culto a la personalidad de Jesús, hijo de Dios, el segundo componente de ese ser único que existe simultáneamente como tres personas distintas (la Santísima Trinidad, gran misterio).

    Jesús no escribió una línea y sus evangelistas (portadores de buenas noticias) no llegaron a conocerlo. Tampoco escribió Sócrates, pero el ateniense tuvo como biógrafos a Jenofonte y a Platón. Así que lo que se sabe de Jesús cabe en unas líneas. Existió. Era de Nazaret. Fue un predicador incendiario. Suscitó el odio de los jefes judíos, que lograron que el gobernador de Judea, el romano Poncio Pilato, lo condenara a muerte. Fue crucificado a las afueras de Jerusalén. Se dijo después que había resucitado.

    Esto es lo que se sabe con certeza, incluso si no existieran los Evangelios. El resto es leyenda, mito, teología. Pongamos los Reyes Magos, de los que se ocupa con simpatía Benedicto XVI en su último libro. Ni siquiera se sabe cuántos fueron. El Evangelio de Mateo dice que tres; en la Iglesia siria tuvieron una docena (reflejo de los 12 apóstoles y las 12 tribus de Israel), y en la copta contaron hasta 60. Según el escritor Jesús Bastante, en los dos primeros siglos solo fueron magos. Cuando la práctica de la magia le pareció pecaminosa a la jerarquía del cristianismo romano —¡la de brujas que mandó quemar!—, pasaron a ser reyes, los Reyes Magos. Tres. Por cierto, no hubo mago negro hasta el siglo XVI, inicio de las veleidades ecuménicas de Roma.



  2. Paul Kurtz (1925-2012)




    © Joaquín Pi Yagüe
    El País de Madrid

    Es muy probable que, justo antes de su fallecimiento el pasado 20 de octubre, a Paul Kurtz no le asaltara en sus últimos días la angustia recurrente respecto a qué encontraría después de la muerte. Desde sus años de universitario luchó por liberarse de los miedos ligados a la fe en la divinidad o en lo sobrenatural y al respeto a la autoridad de la jerarquía de las religiones mayoritarias.

    Paul Kurtz nació en 1925 en Newark (Nueva Jersey, EE UU). Hijo de padres judíos a los que calificaba de «librepensadores», se alistó en el Ejército estadounidense durante la II Guerra Mundial y fue uno de los primeros en entrar en los campos de concentración nazis de Buchenwald y Dachau en la liberación. Después de la guerra retomó los estudios y se matriculó en la Universidad de Nueva York para graduarse en Filosofía en 1948. Influido por el pensamiento pragmático de Sidney Hook, continuó formándose hasta obtener el título de doctor en 1952 por la Universidad de Columbia. En esa década de los cincuenta comenzó su identificación plena con el pensamiento humanista secular y dio sus primeros pasos en el terreno de la enseñanza universitaria en el Trinity College de Connecticut, para pasar después al Union College.

    A partir de 1965 se vinculó a la Universidad del Estado de Nueva York, en la ciudad de Búfalo, como profesor de filosofía hasta su jubilación en 1991, si bien continuó en esta institución como emérito. Una vez se hubo establecido en esta universidad comenzó su activismo cívico. En 1973 publicó el Humanist Manifesto II, un escrito de crítica al teísmo desde una perspectiva humanista. La obra está basada en otro documento de 1933 al que se la habían incorporado algunos de los asuntos más candentes de la década de los setenta como las armas nucleares, el control de la población, el racismo o el sexismo. El manifiesto lo firmaban 120 importantes personalidades del mundo de la ciencia y de la cultura entre las que se encontraban Andréi Sájarov, Francis Crick o Isaac Asimov.

    La pugna para que el pensamiento racional guiara las acciones humanas lo llevó a hacer campaña contra quienes daban pábulo a los fenómenos paranormales. En 1977 puso una reclamación en la Comisión Federal de las Comunicaciones contra la NBC por un programa de titulado Explorando lo desconocido, presentado por el actor Burt Lancaster y en el que, utilizando un formato de documental, introducía a la audiencia en temas tales como la cirugía psíquica de unos curanderos filipinos que aseguraban ser capaces de extraer un tumor practicando incisiones con el poder de su mente.

    El auge del fundamentalismo religioso en EE UU en la década de los ochenta también animó a Kurtz a responder con la aparición de la revista Free Inquiry. Antes de la irrupción oficial del integrismo religioso algunas voces afines a él comenzaron a revolverse contra los esquemas de pensamiento de Kurtz. Es el caso del evangelista Edward Rowe, que dejó escrito en su libro Save America, publicado en 1976, que «el humanismo es la filosofía y el programa de Satán». Lejos de arredrarse, Kurtz respondió a todos estos sectores con In Eupraxophy: living without religion, publicado en 1989 y donde proponía una moral alternativa laica prescindiendo de las religiones.

    En los últimos años de su vida no dejó de comprometerse ocupando cargos de importancia en distintas asociaciones afines a sus postulados filosóficos. Sin embargo, su entorno no era una balsa de aceite: desde posiciones de un ateísmo militante sin concesiones, algunos le echaron en cara su mesura y falta de agresividad en la crítica a los distintos credos. En 2010 dejó la dirección del Center for Inquiry por entender que se había llenado de «ateos enfadados» y por estar en desacuerdo con los últimos proyectos de esta asociación, que incluía, entre otros, el Día Internacional del Derecho a la Blasfemia.

    Publicado el 29 de octubre de 2012

  3. Einstein, según una ilustración en Deviantart.



    Una carta escrita a mano por el físico Albert Einstein un año antes de su muerte, expresando sus puntos de vista sobre la religión, saldrá a la venta este mes en eBay con una oferta inicial de 3 millones de dólares, dijo una agencia de subastas.
    Conocida como Carta sobre Dios, la correspondencia ofrece percepciones sobre sus pensamientos privados acerca de la religión, Dios y el tribalismo de una de las mentes más brillantes del mundo.
    «Esta carta, en mi opinión, tiene una relevancia histórica y cultural ya que refleja los pensamientos personales y privados del hombre más inteligente del siglo XX», dijo Eric Gazin, presidente de Auction Cause, la agencia de subastas con sede en Los Ángeles, que se encargará de la venta en eBay.
    «La carta fue escrita al final de su vida, después de una vida de aprendizaje y pensamiento», agregó.
    Einstein escribió la carta en alemán, el 3 de enero de 1954, en la Universidad de Princeton y estaba dirigida al filósofo Erik Gutkind después de leer el libro de Erik Gutkind Escoger la vida: la llamada bíblica a la rebelión.



    «La palabra Dios para mí no es nada más que la expresión y producto de la debilidad humana, la Biblia una colección de honorables, pero todavía leyendas primitivas que sin embargo son bastante infantiles. Ninguna interpretación, no importa lo sutil que sea, puede (para mí) cambiarlo», escribió el científico nacido en Alemania, que en 1921 recibió el Premio Nobel de Física.
    El vendedor anónimo de la carta, que será subastada con su sobre original, sello y matasellos, la compró a Bloomsbury Auctions en Londres en el 2008 por 404.000 dólares.
    Desde entonces, la carta ha estado guardada en una cámara de temperatura controlada en una institución pública.
    Aunque la oferta inicial de la subasta de eBay sea de tres millones de dólares, Gazin, quien manejó subastas previas de alto perfil, dijo que espera que pueda doblar o triplicar la suma en la subasta que se celebrará entre el 8 y el 18 de octubre en www.einsteinletter.com .
    «eBay tiene la mayor audiencia posible y es tan universal y tan accesible», explicó, agregando que hace diez años la última gran carta de Einstein fue vendida por más de dos millones de euros.
    «Creemos que es un precio de salida razonable dada su importancia histórica y el interés en Einstein», agregó Gazin.

    Agencia Reuters.

  4. ¡Salud e inquieta alegría!

    lunes, agosto 27, 2012

    Enrique Arias Valencia (1971-2012)


     Por Fernando G. Toledo

    Para Ariastóteles Platónico, in memoriam


    No lo ha tocado la fama. Apenas un círculo más o menos amplio, más o menos estrecho, sabe de él. Su familia, claro, y también el puñado de lectores que ha recolectado en estos tiempos en que internet es una ventana siempre abierta por la que hay que saber mirar. 

    Pero no es la celebridad lo que guía a Enrique Arias Valencia. Otra cosa lo lleva a andar, desahuciado casi, por todos los rincones. Lo mueve la belleza, o la pregunta por si la belleza ha de poder tocarse, palparse, beberse como un único bálsamo para aliviar esa gran pena insensata en que se ha convertido, para él, su propia vida.

    Enrique, nacido en febrero de 1971, es mexicano y, si lo observamos por la mirilla del oficio que le da un sustento diario, apenas podríamos decir que trabaja como un oscuro corrector de una editorial esotérica, rasgo que parece acentuar el absurdo en que está inmerso.

    Porque sucede que Enrique es licenciado en Filosofía por la Universidad Nacional Autónoma de México y ha obtenido ese título con una tesis que hace explícita la búsqueda que lo desvela. Él no cree en dios alguno, así que corregir textos que hablan de la vida eterna o guardianes espirituales no ha de resultarle cómodo. Es probable que esa barbarie espiritualista  no le cause asco (pues sigue a Terencio en esto de que «soy humano y nada de lo humano me es ajeno»), pero sí provoque una mueca en su rostro moreno y enmarcado por una tupida cabellera negra.

    Enrique se ha destacado siempre como estudiante, hijo y hermano ejemplar. En la escuela se ha ganado el mote de El Ciencias (porque domina la lógica, la química, las matemáticas), su familia le llama El Cacho y él mismo se ha puesto un seudónimo: Ariastóteles Platónico, un juego de palabras con su apellido que sugiere la contradicción que lo define y supo representar Rafael en una célebre pintura: Aristóteles como el filósofo terrenal y Platón, como el ideal.

    La dialéctica de lo corpóreo y lo esencial, lo real y lo imposible conmueve a Enrique y por eso, como decíamos, ha propuesto en su tesis de licenciatura una solución, bebida de las fuentes de Schopenhauer y Nietzsche, sus dos filósofos predilectos. Ha entendido que, ya que Dios ha muerto, no hay redención posible para el hombre que no sea a través del arte. Ya no es posible, cree Enrique, asumir como existente a ese ser que ha llevado a los hombres a cantar, componer o trazar complejas teologías. Pero sí es esa admirable tarea de creación intelectual la que se alza, irónicamente, como la llave de las puertas del alivio que toda vida, por ser fugaz, necesita. Por ello ha escrito Enrique: «El arte, al ser la cúspide de la apariencia, nos alcanza a divisar el mundo esencial, porque los contrarios son complementarios, y la apariencia y la esencia se complementan en la cúspide».

    Lo que no sabemos si Enrique sabe es que toda cumbre es también una invitación al vértigo y al abismo. Podemos verlo a él trepar al arte: disfrutar de la música con éxtasis, solazarse en ella. Lo podemos ver vibrar con un poema, una canción o una imagen, y saludar a todos con su frase de cabecera: «¡salud e inquieta alegría!».

    Pero no podemos ver, hasta que ya es tarde, que Enrique entiende al amor como el compendio de la belleza y que asistir a todo el arte que nos rodea no le basta. No podemos ver cómo Enrique siente que tras ser espectador de la redención, a los 41 años hay que ser parte de ella. Y serlo exige conseguir el amor de una mujer que haya despertado en él la misma admiración que una ópera de Wagner o un poema de Omar Kayam. No podemos ver, entonces, que Enrique se convence de que sin amor –esa forma del arte– él no será redimido y, por tanto, no tiene sentido seguir buscando. No lo podemos ver hasta que, al abrir la puerta, lo vemos. Vemos el cuerpo de Enrique Arias Valencia, que cuelga de una soga, derrotado ya, vencido e irredento, diciendo adiós. Diciéndonos, al fin: «¡salud e inquieta alegría!».

  5. Ateísmo y agnosticismo

    miércoles, julio 11, 2012

    Gustavo Bueno: «el agnosticismo es un ateísmo vergonzante».
     

  6. «Analíticos» o «intuitivos»

    miércoles, mayo 16, 2012




    © A. Gómez
    Publicado en Expansión.com 

    Creer o no en la existencia de un Dios depende de factores culturales, pero también del tipo de pensamiento que predomine en la persona: analítico o intuitivo.
    El 2% de la población mundial, aproximadamente, no cree en la existencia de Dios. La cifra es aún mayor en Europa donde, según el Eurobarómetro, hasta 18% de los ciudadanos se declara no creyente. La proporción de ateos es mayor entre los que poseen estudios (el 45%) y superior entre los científicos(más del 60%).
    Los investigadores William Gervais y Ara Norenzayan, de la University of British Columbia en Vancuver (Canadá), se propusieron averiguar las bases científicas de esta cuestión y para ello sometieron a una serie de pruebas psicológicas a un grupo de estudiantes canadienses. Los resultados revelaron que cuando predominaba el pensamiento analítico, los niveles de creencia disminuían mientras que aumentaban si dominaba el pensamiento intuitivo, según publica la revista Science.
    Existe en psicología una teoría que apunta a que las personas podrían tener sistemas cognitivos distintos que hacen que procesen la información de formas diferentes. Así, unas ofrecen respuestas rápidas, motivadas por procesos intuitivos que requieren un mínimo esfuerzo, mientras que otras procesan la información analíticamente. Ambos procesos pueden funcionar juntos, aunque en algunas circunstancias uno se puede imponer al otro.

    Estímulos del pensamiento
    Gervais y Norenzayan diseñaron cinco experimentos para verificar si el pensamiento analítico puede conducir a la incredulidad religiosa. En la primera prueba, los estudiantes universitarios respondieron a una serie de cuestiones dirigidas a evaluar su pensamiento analítico y después completaron otras tres encuestas orientadas a medir su creencia religiosa.
    Los resultados confirmaron la hipótesis: a mayor pensamiento analítico, menos religiosidad. Los siguientes experimentos se plantearon con la intención de determinar si la forma de pensar era la causa del ateísmo o sólo una correlación. Los investigadores comprobaron que el pensamiento analítico aumentaba con hechos tan simples como observar una foto de alguien que está pensando (como la escultura de El pensador, de Rodin); jugando al Scrabble con palabras como «piensa», «considera» o «racional», o leyendo palabras escritas en una tipología compleja. En estos casos, los participantes confesaron su escasa religiosidad.
    Los autores subrayan que el pensamiento analítico es sólo un factor que impulsa a la gente hacia el ateísmo y que en esta condición tienen que influir otras cuestiones, como las culturales.


  7. José Manuel Rodríguez Pardo explica que «el conflicto entre Religión y Ciencia es en realidad una disputa al nivel de las concepciones que sobre la ciencia mantienen distintos grupos, no sobre las verdades científicas, que serían ‘comunes a todos los pueblos’».


  8. William Hamilton.

    Replanteó una pregunta que arranca de la filosofía epicúrea

    >>Juan G. Bedoya
    Publicado en El País


    Entre los filósofos que han puesto el énfasis en la muerte de Dios suele citarse, sobre todo, a Nietzsche, y también a Hegel. No tuvieron una idea original. Estaba ya en la lógica de la tradición luterana, así como en la de san Agustín y san Pablo. Junto a Hegel, fue este último quien subrayó, sin embargo, que la muerte de Dios en Jesús era un aspecto insoslayable de la humanidad de Dios. Respaldó su afirmación apelando al grito de «Dios mismo ha muerto», procedente de un himno luterano, tan clásico que J. S. Bach lo armonizó y Brahms lo convirtió en tema de un preludio para órgano: O Traurigkeit, O Herzeleid (¡Oh tristeza! ¡Oh pena del corazón!). Nietzsche, sencillamente, invirtió la lógica de la tradición paulina porque consideraba que, con la peripecia de Cristo en el calvario, Dios no solo estaba en el banquillo, sino que había sido condenado y ejecutado.




    Esto, entre filósofos. Para los teólogos, la cuestión es más dramática. La teología es un lenguaje sobre Dios (un logos sobre theos), así que no hay nada más raro que ver a un teólogo decir que Dios ha muerto, que nunca ha existido, o que él no lo halla. Naturalmente, si el teólogo está comprometido con el ser humano en este mundo, el problema es de fondo también para los creyentes. Se trata del debate sobre la incompatibilidad de dos atributos de Dios, de su dios: el de la bondad y el de la omnipotencia. Lo planteó el primero Epicuro, en una formulación que angustia siempre a los estudiantes de la disciplina que Leibniz bautizara como teodicea: Dios, frente al mal, o quiere eliminarlo pero no puede; o no quiere; o no puede y no quiere, o puede y también quiere. En el primer caso, Dios no sería omnipotente, en el segundo no sería bondadoso o moralmente perfecto, en el tercero no sería ni omnipotente ni bondadoso o moralmente perfecto, y en el cuarto Epicuro plantea la pregunta acerca de cuál es el origen de los males y por qué Dios no los elimina. Voltaire se preguntó lo mismo tras el terremoto que destruyó Lisboa en 1755, y desde entonces no paramos de preguntárselo a los teólogos ante tanta tragedia.
    William Hamilton (Evanston, Illinois, 1924) fue uno de los teólogos con respuestas contundentes, desde el polémico movimiento de la teología de la muerte de Dios, del que fue un representante destacado (junto a Thomas Altizer, Paul van Buren y Gabriel Vahanian). Con el primero firmó un libro de éxito: Teología radical y la muerte de Dios, en 1966. Cuatro años antes había publicado en solitario La nueva esencia del cristianismo, obra también traducida tempranamente al castellano, primera de una decena de obras filosóficas o teológicas. Hamilton falleció el pasado día 13 en Portland (Oregón). Tenía 87 años.
    De la difusión de este movimiento da idea un sonado artículo de portada en Time Magazine, hace más de cuatro décadas. Contó Hamilton que se había hecho la pregunta de Epicuro cuando dos amigos suyos –un episcopaliano y un católico– murieron por la explosión de una bomba, en tanto que un tercero –que era ateo– resultó ileso. Se preguntó por qué sufren los inocentes y si Dios interviene en las vidas de las personas. Respondía: «Decir que Dios ha muerto es decir que ha dejado de existir como ser trascendental y se ha vuelto inmanente al mundo. Las explicaciones no teístas han sustituido a las teístas. Es una tendencia irreversible; hay que hacerse a la idea del deceso histórico-cultural de Dios. Hay que aceptar que Dios se ha ido y considerar el mundo secular como normativo intelectualmente y bueno éticamente».


  9. Confrontando el cerebrocentrismo

    martes, febrero 07, 2012