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  1. © Victor J. Stenger
    Traducción de Fernando G. Toledo

    Se presenta un argumento basado en la física y la cosmología modernas contra la existencia de un Dios que hubiera creado el universo. Éste puede ser resumido como sigue:

    1. Se plantea un Dios que es la más alta inteligencia, omnipotente y creador sobrenatural del universo físico.

    2. Podemos esperar razonablemente que debería existir evidencia empírica de una creación determinada y sobrenatural de este cosmos, tal como una violación observable de una o más leyes físicas.

    3. No se ha podido hallar ninguna evidencia empírica de una creación determinada del cosmos. Ninguna de las leyes universales de la física ha sido violada en el origen del universo en el que residimos.

    4. La cosmología moderna indica que el estado inicial de nuestro universo fue de máximo caos, tanto que no contiene memoria de un creador.

    5. Los científicos pueden proporcionar escenarios puramente naturales y plausibles, basados en bien establecidas teorías cosmológicas que muestran cómo nuestro universo puede haber surgido de la nada como estado inicial.

    6. Podemos concluir, más allá de duda razonable, que un Dios que fuera la más alta inteligencia y creador sobrenatural omnipotente del universo físico, no existe.


    Desde una perspectiva científica moderna, ¿cuáles son las implicaciones empíricas y teóricas de una creación sobrenatural? Necesitamos buscar evidencias de que el universo tuvo un origen y que ese origen no puede haber acaecido naturalmente. Una señal de una creación sobrenatural sería una confirmación empírica directa de que un milagro fue necesario para traer el universo a la existencia. Esto es, cualquiera de los datos cosmológicos deberían mostrar una o más violaciones de las leyes naturales establecidas o las teorías que describen exitosamente esos datos deberían requerir algún ingrediente casual que no pueda ser entendido en términos puramente materiales o naturales.
    Ahora bien, como el filósofo David Hume destacó hace siglos, muchos problemas aparecen con toda noción de milagro. Los tipos de milagros que pueden identificarse son tres: 1) violaciones de las leyes de la naturaleza, 2) eventos inexplicables y 3) coincidencias altamente improbables.
    Si se observa la violación de una ley natural confirmada, entonces bien podríamos suponer razonablemente que la ley estaba equivocada antes que concluir que una intervención divina ha tenido lugar. Si simplemente definimos al milagro como un acontecimiento inexplicable, ¿cómo podemos estar seguros de que algún día no se encontrará una explicación natural? Si vemos al milagro como alguna coincidencia altamente improbable, ¿cómo sabemos igual que no fue un accidente azaroso? Esto plantea serias cuestiones para cualquiera que quisiese fundamentar la existencia de Dios con milagros [1].
    Sin embargo, no es ésta la tarea que me he propuesto.
    El teólogo Richard Swinburne, quien sí se ha propuesto esa tarea, sugiere que definamos un milagro como la excepción irrepetible a las leyes de la naturaleza [2]. Por supuesto, siempre podemos redefinir la ley para incluir la excepción, pero eso sería un tanto arbitrario. Leyes significa la descripción de hechos repetibles. De otro modo, buscaremos evidencia de violaciones de las leyes establecidas que no se repiten a sí mismas en ningún patrón legal. Sin duda, si Dios existe, es capaz de repetir los milagros si lo desea. De cualquier modo, los hechos repetibles proporcionan más información que puede llevarnos a una eventual explicación natural, mientras que un evento inexplicado e irrepetible es probable que se mantenga inexplicado. Démosle a la hipótesis-Dios todos los beneficios de la duda y mantengámonos abiertos a la posibilidad de un origen milagroso para los eventos inexplicables y las coincidencias improbables, examinando cualquiera de tales acontecimientos sobre una base individual. Si incluso con la más liviana de las definiciones de milagro no se observa ninguno, habremos obtenido un poderoso sustento para el caso contra la existencia de un Dios que dirige sucesos milagrosos.
    Procedamos a examinar la evidencia de una creación milagrosa en nuestra observación del cosmos.

    Creando materia
    El universo actual contiene una enorme suma de materia que se caracteriza por la cantidad física que describimos como masa. Antes del siglo XX, se creía que la materia no podía ser creada ni destruida, sólo cambiaba de un tipo a otro. Así la mera existencia de materia semejaba un milagro, una violación de la asumida ley de conservación de la masa que ocurrió solamente en el momento de la creación.
    Sin embargo, en su teoría espacial de la relatividad publicada en 1905, Albert Einstein demostró que la materia puede ser creada de la energía y puede desaparecer dentro de la energía. Su famosa fórmula E=mc2 relaciona la masa m de un cuerpo con su equivalente de energía en reposo, E, donde c es una constante universal, la velocidad de la luz en el vacío. Esto es, para todo propósito práctico, que masa y energía en reposo son equivalentes, y un cuerpo en reposo contiene todavía energía. Cuando un cuerpo se mueve, acarrea una energía adicional de movimiento llamada energía cinética. En química y en interacciones nucleares, la energía cinética puede convertirse en energía en reposo, lo que equivale a generar masa [3]. Asimismo, ocurre lo contrario; masa o energía en reposo puede ser convertida en energía cinética. En ese sentido, la química y las interacciones nucleares pueden generar energía cinética, lo cual puede usarse para mover máquinas o explotar cosas.
    Así, la existencia de masa en el universo no viola leyes naturales. Puede provenir de la energía. Pero, ¿de dónde proviene la energía? Uno de los principios más importantes de la física es la ley de conservación de la energía, también conocida como primera ley de la termodinámica, la cual exige que la energía venga de algún lugar. En principio, la hipótesis de la creación podría confirmarse por la observación directa o el requerimiento teórico de que la conservación de la energía fue violada 13.700 millones de años atrás, en el comienzo del big bang.
    Sin embargo, ninguna observación o teoría indica que éste sea el cao. La primera ley permite a la energía convertirse de un tipo a otro en tanto el total de un sistema cerrado permanezca fijo. Notablemente, la suma de las energías cinética y en reposo de los cuerpos en el universo primitivo parece haber sido exactamente cancelada por el potencial negativo que resulta de sus mutuas interacciones gravitacionales. Dentro de pequeños errores de medida e incertidumbres cuánticas, la densidad media de energía del universo es exactamente la que correspondería a un universo que apareció de un estado inicial de energía cero.
    Además, un balance cercano entre energía positivia y negativa está predicho por una versión moderna de la teoría del big bang, llamada el big bang inflacionario, según la cual el universo sufrió un período de rápida inflación exponencial durante una pequeña fracción de su primer segundo. La teoría inflacionaria ha sido sometida a sostenidos tests que serían suficientes para probar que es falsa. Hasta ahora, ha pasado esos tests con éxito rotundo [4].
    En resumen, la existencia de materia en el universo no requirió la violación de la conservación de la energía en la supuesta creación. De hecho, los datos sostienen fuertemente la hipótesis de que ningún tipo de milagro ocurrió. Si consideramos un milagro como el predicho por la hipótesis del creador, entonces esa predicción no ha sido confirmada.

    Creando orden
    Otra predicción de la hipótesis del creador también falla en cuanto a su confirmación por los datos. Si el universo fuera creado, entonces debería haber poseído algún grado de orden en la creación: el diseño que fue introducido en ese punto por el Gran Diseñador. Esta expectativa de orden es usualmente expresada en términos de la segunda ley de la termodinámica, la cual establece que la entropía o desorden total de un sistema cerrado debe permanecer constante o incrementarse con el tiempo. De ello pareciera seguir que si el universo es hoy un sistema cerrado, podría no haberlo sido siempre. En algún momento en el pasado, el orden debe haber sido impartido desde afuera.
    Antes de 1929, éste era un argumento poderoso a favor de una creación. Sin embargo, ese año el astrónomo Edwin Hubble informó que las galaxias se estaban alejando unas de otras a velocidades aproximadamente proporcionales a su distancia, indicando que el universo se estaba expandiendo. Esto constituyó la temprana evidencia de un big bang. Por ejemplo, un universo en expansión puede haber comenzado en un completo caos y ahora formar orden localizado consistente con la segunda ley.
    La manera más simple de ver esto es (literalmente) con un ejemplo doméstico. Supongamos que cada vez que limpia su casa, usted vacía la basura recolectada arrojándola por la ventana hacia el patio. Tarde o temprano, el patio se llenará de basura. Sin embargo, usted puede continuar haciendo esto con un simple recurso. Sólo siga comprando el terreno que rodea su casa y tendrá siempre más espacio para arrojar la basura. Está consiguiendo mantener un orden localizado –en su casa– a costa del desorden incrementado en el resto del universo.
    De manera similar, partes del universo pueden acomodarse más ordenadamente, así como la basura, o la entropía, producida durante el proceso de ordenamiento (pensado como un desorden que fuera quitado del sistema que está siendo ordenado) es arrojada hacia el enorme y siempre en expansión espacio circundante. La entropía total del universo aumenta a medida que el universo se expande, tal como lo exige la segunda ley. No obstante, la máxima entropía posible aumenta más rápidamente dejando cada vez más espacio para que se forme orden. La razón de esto es que el máximo de entropía de una esfera de cierto radio (estamos pensando en el universo como una esfera) es el de un agujero negro de ese radio. El universo en expansión no es un agujero negro, entonces tiene menos que el máximo de entropía. Así, mientras el todo se hace más desordenado a medida que pasa el tiempo, nuestro universo en expansión no está desordenado al máximo. Pero alguna vez lo estuvo.
    Suponga que extrapolamos la expansión de hace 13.700 millones de años al momento definible más primigenio cuando el universo estaba confinado a la región de espacio más que pequeña que pueda que pueda ser operacionalmente definida, una esfera de Planck que tenga un radio igual a la longitud de Planck, 1,6x10-35 metros. Como es de esperar de la segunda ley, el universo en ese tiempo tenía menos entropía de la que tiene ahora. Sin embargo, esa entropía era tan alta como posiblemente lo sería un objeto tan pequeño, porque las dimensiones de una esfera de Planck equivalen a un agujero negro.
    Esto puede exigir una elaboración más amplia. Parece que dijéramos que la entropía del universo era la máxima cuando el universo empezó. En realidad, es exactamente lo que estamos diciendo. Cuando empezó el universo, su entropía era la más alta que podría tener un objeto de su tamaño, pues el universo era equivalente aun agujero negro del cual ninguna información se puede sacar. Actualmemente, la entropía es más alta, pero no máxima, esto es, no tan alta como lo sería para un objeto del tamaño del universo actual. El universo ya no es un agujero negro.
    Cuando, al inicio del big bang, la entropía era máxima, el desorden era total y ninguna estructura estaba presente. Así, el universo comenzó sin ninguna estructura, pero tiene estructura hoy porque su entropía ya no es máxima.
    En resumen, de acuerdo a nuestro mejor entendimiento cosmológico actual, nuestro universo comenzó sin estructura u organización, diseño o algo por el estilo. Su estado era de caos.
    Estamos así forzados a concluir que el orden que observamos no sería el resultado de algún diseño inicial construido dentro del universo en la llamada creación. El universo no conserva registro de lo acaecido antes del big bang. El creador, si existió, no dejó huellas.

    Comienzo y causa
    El hecho empírico del big bang le ha permitido a algunos teístas asegurar que esto, en sí mismo, demuestra la existencia de un creador. En 1951, el papa Pio XII dijo a la Academia Pontificia: «La Creación tuvo lugar en el tiempo, por tanto hay un Creador, así que Dios existe» [5]. El astrónomo y sacerdote Georges-Henri Lemaître, quien propuso por primera vez la idea de un big bang, sabiamente advirtió al Papa que no hiciera esta «infalible» declaración. El apólogo cristiano William Lane Craig elaboró un conjunto de sofisticados argumentos que él asegura muestran que el universo debió tener un comienzo y que ese comienzo implica un creador personal [6]. Uno de los argumentos se basa en la relatividad general, la moderna teoría de la gravitación que Einstein publicó en 1916, la cual, desde entonces, ha pasado muchos tests empíricos rigurosos.
    En 1970, el cosmólogo Stephen Hawking y el matemático Roger Penrose, usando un teorema deducido en principio por Penrose, propusieron que existe una singularidad en el inicio del big bang [8]. Extrapolando la relatividad general de vuelta al tiempo cero, el universo se hace más y más pequeño mientras su densidad y el campo gravitacional aumenta. Cuando el tamaño del universo llega a cero, la densidad y el campo gravitacional, en el mínimo permitido por la relatividad general, se hacen infinitos. En ese punto, asegura Craig, el tiempo debe detenerse y, por tanto, nada antes del tiempo puede existir.
    Sin embargo, Hawking ha repudiado su propia vieja prueba. En su best seller Historia del tiempo afirma: «No hubo de hecho ninguna singularidad en el principio del universo» [9]. Esta conclusión revisada, convenida con Penrose, se sigue de la mecánica cuántica, la teoría de los procesos atómicos que fuera desarrollada en los años siguientes a la presentación de la teoría de la relatividad de Einstein. La mecánica cuántica, la cual también ahora está confirmada con gran precisión, nos dice que la relatividad general, tal como está actualmente formulada, debe colapsar en tiempos menores que el tiempo de Planck, 6,4x10-44 segundos, y distancias menores que la longitud de Planck, mencionada anteriormente. Lo que sigue es que la relatividad general no puede ser usada para implicar que ocurrió una singularidad anterior al tiempo de Planck y el uso de Craig del teorema de la singularidad para un comienzo del tiempo no es válido.
    Craig y otros teístas también elaboran un argumento relacionado, acerca de que el universo debió haber tenido un comienzo en algún punto porque si fuera infinitamente viejo, habría requerido un tiempo infinito para llegar al presente.
    Sin embargo, tal como ha destacado el filósofo Keith Parsons, «decir que el universo es infinitamente viejo es decir que no tuvo comienzo, no que hubo un comienzo hace infinitamente mucho». [10]
    El infinito es un concepto matemático abstracto que fue formulado con precisión por el matemático Georg Cantor a finales del siglo XIX. Sin embargo, el símbolo «∞» se usa en física como una abreviatura de «un número muy grande». La física sabe contar. En física, el tiempo es simplemente la cuenta del número de tic-tacs de un reloj. Usted puede contar hacia atrás o hacia delante. Al contar hacia delante, puede obtener un número grande pero jamás uno positivo matemáticamente infinito, y así el tiempo «nunca acaba». Al contar hacia atrás, puede obtener un número grande pero jamás uno negativo que sea matemáticamente infinito, y así el tiempo «nunca empieza». Así como nunca alcanzamos el infinito positivo, nunca alcanzamos el infinito negativo. Inclusive si el universo no tiene un número de sucesos matemáticamente infinito en el futuro, asimismo no necesita tener un final. De manera similar, si tampoco tiene un número de sucesos matemáticamente infinito en el pasado, no necesita tener un principio. Siempre podemos tener un evento que siga a otro, y siempre podemos tener un evento que preceda a otro.
    Craig afirma que si se puede demostrar que el universo tuvo un comienzo, esto es suficiente para demostrar la existencia de un creador personal. Presenta esto en términos del argumento cosmológico del kalâm, que está sacado de la teología islámica [11]. El argumento se presenta como un silogismo:

    1. Todo lo que empieza a existir tuvo una causa.
    2. El universo empezó a existir.
    3. Entonces, el universo tiene una causa.


    El argumento kalâm ha sido desafiado infinidad de veces en terrenos lógicos [12], y no necesita ser repetido aquí por el hecho de que nos estamos concentrando en la ciencia. En sus escritos, Craig adopta la primera premisa como autoevidente, sin otra justificación que la experiencia común de cada día. Es el tipo de experiencia que nos dice que la Tierra es plana.
    De hecho, se han observado sucesos físicos a niveles atómicos y subatómicos sin causa evidente. Por ejemplo, cuando un átomo en un nivel de energía excitada se suelta hacia un nivel menor y emite un fotón, una partícula de luz, no encontramos causa del suceso. De manera similar, no hay causa evidente en la desintegración de un núcleo radioactivo. Craig ha replicado que los sucesos cuánticos son no obstante causados, sólo que causados de una manera no-predeterminada: lo que el llama «causalidad probabilística». En efecto, Craig está de este modo admitiendo que la «causa» de su primera premisa podría ser accidental, algo espontáneo: algo no predeterminado.
    Al aceptar una causa probabilística, destruye su propio caso de una creación predeterminada. Tenemos una teoría de causas probabilísticas altamente existosa: la mecánica cuántica. Ésta no predice cuándo ocurrirá un suceso dado y, en realidad, asume que esos sucesos individuales no están predeterminados. La única excepción ocurre en la interpretación de la mecánica cuántica ofrecida por David Bohm [13]. Ésta asume la existencia de fuerzas subatómicas aún no detectadas. Aunque esta interpretación tiene algún apoyo, no es generalmente aceptada porque requiere conexiones superlumínicas que violan los principios de la relatividad especial [14]. Y lo que es más importante: no se ha encontrado ninguna evidencia de fuerzas subcuánticas.
    En lugar de predecir sucesos individuales, la mecánica cuántica se usa para predecir la distribución estadística de superposiciones de resultados de sucesos similares. Esto se puede hacer con gran precisión. Por ejemplo, un cálculo cuántico le dirá cuántos núcleos de un amplio espectro se habrán desintegrado después de un tiempo dado. O puede predecirle a usted la intensidad de luz de un grupo de átomos excitados, lo cual es una medida del número total de fotones emitidos. Pero ni la mecánica cuántica ni cualquier otra teoría existente –incluida la de Bohm– puede decir algo acerca de la conducta de un núcleo individual o un átomo. Los fotones emitidos en las transiciones atómicas empiezan a existir espontáneamente, así como las partículas emitidas en la radiación nuclear. Al parecer, sin predeterminación, contradicen la primera premisa.
    En el caso de la radiactividad, las desintegraciones observadas siguen una «ley» de desintegración exponencial. Sin embargo, esta ley estadística es exactamente la que usted podría esperar si la probabilidad de desintegración en un pequeño intervalo de tiempo dado fuera la misma para todos los intervalos de tiempo de la misma duración. En otras palabras, la curva de desintegración en sí misma e evidencia de cada suceso individual ocurrido impredeciblemente, y, por inferencia, sin predeterminación.
    La mecánica cuántica y la mecánica clásica (newtoniana) no están tan separadas y distantes como generalmente se piensa. De hecho, la mecánica cuántica se transforma suavemente en mecánica clásica cuando los parámetros del sistema, así como las masas, distancias y velocidades se aproximan al régimen clásico [15]. Cuando esto sucede, las probabilidades cuánticas colapsan a cualquiera de los porcentajes 0 y 100, lo que entonces nos da certeza en ese nivel. Sin embargo, tenemos numerosos ejemplos en los que las probabilidades no son de 0 o 100%. Los cálculos de probabilidad cuántica coinciden con precisión con las observaciones realizadas sobre conjuntos de hechos similares.
    Note que, incluso si la conclusión del kalâm fuera sólida y que el universo tuviera una causa, ¿por qué esa causa no iba a ser natural? Aun así, el argumento kalâm falla tanto empírica como teóricamente sin siquiera tener que pasar a la esgunda premisa sobre un universo que tuviera un principio.
    No obstante, otro arañazo en el ataúd del argumento kalâm es provisto por el hecho de que la segunda premisa también falla. Como vimos antes, la afirmación de que el universo empezó con el big bang no tiene bases en el conocimiento físico y cosmológico actual. Las observaciones que confirman el big bang no excluyen la posibilidad de un universo precedente. Se han publicado modelos teóricos que sugieren mecanismos por los cuales nuestro universo actual apareció a partir de uno preexistente, por ejemplo, mediante un proceso llamado quantum tunneling (socavación cuántica) o «fluctuaciones cuánticas» [16]. Las ecuaciones de la cosmología que describen el universo primario se aplican igualmente para el otro lado del tiempo-eje, así que no tenemos razón para asumir que el universo comenzó con el big bang.
    Estamos ya listos para ver que ningún milagro es evidente en el big bang. De esto se sigue que su aparición podría haber sido natural. De hecho, ésta es la conclusión más racional basada en la ausencia de cualquier violación de los principios físicos conocidos. Físicos y cosmólogos prominentes han publicado, en prestigiosas publicaciones científicas, un número de proposiciones sobre cómo el universo podría haber surgido naturalmente «de la nada» [17]. Son especulaciones, seguro, pero especulaciones basadas en el conocimiento establecido. Ninguna viola alguna de las leyes físicas conocidas. Esos autores no aseguran «probar» que así es como todo sucedió. La carga de la prueba está en los que desean asegurar que los escenarios son imposibles.
    En resumen, los datos empíricos y las teorías que describen exitosamente esos datos indican que el universo no surgió de una creación intencionada. Basándonos en nuestro más amplio conocimiento científico actual, concluimos más allá de toda duda razonable que un Dios tal que fuera extremadamente inteligente y poderoso, creador del universo físico, no existe.


    Notas

    1. Para una discusión sobre estos problemas, vea The Non-existence of God (Londres: Routledge, 2004), capítulo 6, de Nicholas Everitt.
    2. Richard Swinburne, The Existence of God (Oxford: Clarendon, 1979), p. 229.
    3. Se piensa comúnmente que sólo las reacciones nucleares convierten la energía en reposo en energía cinética. Esto también sucede en las reacciones químicas. Sin embargo, los cambios en las masas de los reactivos en ese caso son demasiado pequeñas para que por lo general puedan ser advertidos.
    4. Vea, por ejemplo, The Inflationary Universe (New York: Addison-Wesley, 1997), de Alan Guth.
    5. Pío XII, Las pruebas de la existencia de Dios a la luz de las ciencias naturales modernas, discurso del Papa a la Academia Pontifica de Ciencias, 22 de noviembre de 1951. Reimpreso como La ciencia moderna y la existencia de Dios (The Catholic Mind 49, 1972: 182-92).
    6. Theism, Atheism, and Big Bang Cosmology, editado por William Lane Craig y Quentin Smith (Oxford: Clarendon, 1993).
    7. Vea, por ejemplo, Was Einstein Right? Putting General Relativity to the Test (New York: Basic, 1986), de Clifford M. Will.
    8. The Singularities of Gravitational Collapse and Cosmology, actas de la Royal Society of London, series A, 314 (1970): 529-48, por Stephen Hawking y Roger Penrose.
    9. Stephen Hawking, A Brief History of Time: From the Big Bang to Black Holes (New York: Bantam, 1988), p. 50. Versión española: Historia del tiempo (Barcelona: Planeta-Agostini, 1993).
    10. Keith Parsons en J. P. Moreland and Kai Nielson, Does God Exist? The Debate between Theists & Atheists (Amherst, NY: Prometheus, 1993), p. 187.
    11. William Lane Craig, The Kalâm Cosmological Argument (London: Macmillan, 1979) y Reasonable Faith (Wheaton, IL: Crossways, 1994). Vea también, para una historia de los argumentos cosmológicos, The Cosmological Argument from Plato to Leibniz (London: Macmillan, 1980), por William Lane Craig.
    12. Quentin Smith en Theism, Atheism, and Big Bang Cosmology; Everitt, The Non-existence of God, pp. 68-72.
    13. David Bohm y B. J. Hiley, The Undivided Universe: An Ontological Interpretation of Quantum Mechanics (London: Routledge, 1993).
    14. Discutido en detalle en Victor J. Stenger, The Unconscious Quantum: Metaphysics in Modern Physics and Cosmology (Amherst, NY: Prometheus, 1995).
    15. La mecánica cuántica se transforma en clásica cuando la constante de Planck h es igual a cero.
    16. David Atkatz y Heinz Paegels, “Origin of the Universe as Quantum Tunneling Event,”
    Physical Review D25 (1982): 2065-73; Alexander Vilenkin, “Birth of Inflationary Universes,” Physical Review D27 (1983): 2848-55; David Atkatz, “Quantum Cosmology for Pedestrians,” American Journal of Physics 62 (1994): 619-27.
    17. Edward P. Tryon, “Is the Universe a Vacuum Fluctuation?” Nature 246 (1973): 396-97; Vilenkin, “Birth of Inflationary Universes”; Andre Linde, “Quantum Creation of the Inflationary Universe,” Lettere Al Nuovo Cimento 39 (1984): 401-5.


    Capítulo incluido en The Improbability of God, eds. Michael Martin and Ricki Monnier (Amherst NY: Prometheus Books, 2006). Basado en un capítulo de God: The Failed Hypothesis. How Science Shows that God Does Not Exist de Victor J. Stenger, que publicará Prometheus Books este año.
    Texto original, aquí.

    Ver también:
    ¿Ha encontrado la ciencia a Dios?, Por qué es prácticamente seguro que Dios no existe y Sin justificación.

  2. Sin justificación

    martes, enero 09, 2007


    © Adolf Grünbaum

    El problema genuino del origen del universo, o de la materia en él, ha sido ilícitamente transmutado en el pseudoproblema de la «creación del universo» o de su materia por una causa externa.
    […]
    Si la teoría del Big Bang –tal como ha sido modificada por consideraciones de teoría cuántica que gobiernan los estados de vacío contiguos a la fase del Big Bang (Hawking, 1988, Cap. VIII)– es verdadera, no suministra ningún soporte a la vieja doctrina filosófica de Agustín sobre la creación divina desde la nada (ex nihilo). Y si, alternativamente, la teoría del estado estacionario hubiera sido verdadera, no habría provisto de ningún apoyo a la pretensión de que el incremento no-conservador de materia, que la teoría afirma, exige una causa externa tal, que Dios estaría ocupado creando átomos de hidrógeno minuto tras minuto durante toda la eternidad pasada y futura. Por lo mismo, si hubiera formación de energía no-conservativa en un universo «inflacionario», mientras que la densidad de energía permaneciese constante, no podría legitimarse ninguna causa externa, no digamos ya sobrenatural. En el caso de la teoría del Big Bang, la lectura creacionista de ésta es, por supuesto, no justamente que el Big Bang mismo siguió a un estado de una así llamada nada. En lugar de ello, esta transición no pudo haber ocurrido de modo totalmente natural, sino que requirió una causa externa suministrada sólo por Dios. Según esta opinión, desde entonces Dios mismo habría estado desocupado, por así decirlo, durante 12 mil millones de años aproximadamente, pues el modelo del Big Bang de la teoría general de la relatividad destaca la acción de la ley de conservación de la energía-materia, la cual impide obviamente toda formación no-conservadora de entidades físicas.
    […]
    Según tales teístas [Agustín, Tomás de Aquino, Descartes, Leibniz], para cada momento dado t, la volición de Dios de que el-mundo-debe-existir-en-t realiza supuestamente su existencia real en t.
    […]
    Precisamente, por las razones que desarrollé a propósito del clásico Big Bang en t=0, no hay justificación alguna para invocar una causa externa –no digamos ya divina– para el vacuum inicial. Hawking (1988) llega a la conclusión de que no hay ningún problema de creación, porque en esa etapa la distinción misma entre espacio y tiempo se hace pastosa, como sucede con la noción de un instante singular inicial de tiempo. A fortiori, no hay ninguna justificación para buscar una causa externa de cualquier tipo para efectuar las varias transiciones sucesivas desde el vacuum verdadero al falso, luego a la «expansión inflacionaria», y finalmente a la lenta expansión más familiar que caracteriza las formaciones esquematizadas anteriormente. Después de todo, todas estas transiciones son materias de las leyes físicas naturales.
    […]
    No hay nada en absoluto en el concepto de causalidad como tal que justifique la pretensión de que todas las cadenas causales tienen que originarse, en último término, en el pasado finito en virtud de una causa que es en sí misma incausada […]. Pero la causalidad como tal es enteramente compatible con cadenas físicas causales que se extienden infinitamente en el pasado (a la vez ordinal y métricamente), en lugar de tener un común origen temporal en un limitado pasado finito.

    De The pseudo-problem of creation in physical cosmology (revista Philosophy of Science, 56, Sept. 1989), citado por G. Puente Ojea en El mito del alma (2000).

  3. Para verme mejor (2)

    domingo, enero 07, 2007


    No hace falta que lo digan: teníamos un blog hermoso antes de este cambio. El trabajo mancomunado de Primo Ralsa y de Romina Arrarás hicieron que yo tuviera una de las más bonitas bitácoras de las que pueden visitarse. Quien tenga dudas de ello puede revisar la imagen que nos acompaña: era un diseño hermoso.
    Pero también sé escuchar las críticas, y he debido ceder ante las que decían que Razón Atea no ofrecía la mejor legibilidad. Así que aquí les presento esta nueva estética, mucho más modesta y sobria que la refinada y seductora que consiguió Ralsa, pero ésta sí construida por mí a partir de una plantilla previa. Y Romina, mi mujer, ha hecho el resto del trabajo, adaptando el banner al nuevo formato. Espero que este diseño nos acompañe por un buen tiempo y que guste, claro. Gracias.





  4. © Richard Dawkins
    Traducción de Anahí Serí. Adaptación de F.G.T.

    Estados Unidos, país que fue fundado en el laicismo como faro de la Ilustración del siglo XVIII, se está convirtiendo en víctima de la política religiosa, una circunstancia que habría horrorizado a los fundadores de la nación. El poder político de hoy en día concede más valor a las células embrionarias que a las personas adultas. Se obsesiona con el matrimonio de homosexuales, en lugar de preocuparse por temas verdaderamente importantes que suponen una diferencia para el mundo. Obtiene un apoyo electoral crucial de unos ciudadanos religiosos con tan poco sentido de la realidad que creen que van a «ascender» al cielo, quedando sus vestimentas tan vacías como sus mentes. Otros especímenes más extremos anhelan una guerra mundial, que identifican con el Apocalipsis que presagia el Segundo Advenimiento. Sam Harris, en su nuevo y breve libro Carta a una nación cristiana [Letter to a Christian Nation] da en el clavo, como siempre:
    «Por lo tanto, no es exagerado afirmar que si la ciudad de Nueva York fuera súbitamente reemplazada por una bola de fuego, un porcentaje significativo de la población estadounidense vería un halo de esperanza en el subsiguiente hongo nuclear, pues sugeriría que iba a suceder lo mejor que jamás pudiera ocurrir: el regreso de Cristo. Imagínense las consecuencias si una parte significativa del gobierno de Estados Unidos realmente pensara que el mundo está a punto de acabarse y que el fin va a ser glorioso. El hecho de que casi la mitad de la población estadounidense aparentemente se lo cree, basándose simplemente en el dogma religioso, debería considerarse una emergencia moral e intelectual».

    ¿Comprueba Bush diariamente el índice de ascensiones, como hacía Reagan con el horóscopo? No lo sabemos, pero ¿acaso alguien se sorprendería?
    Mis colegas científicos tienen razones añadidas para declarar una emergencia. Los ataques a la investigación sobre células madre, ignorantes y absolutistas, no son más que la punta del iceberg. Estamos ante nada menos que un ataque global a la racionalidad y a los valores de la Ilustración que inspiraron la creación de la primera y más grande de las repúblicas laicas. La educación científica, y con ella el futuro de la ciencia en este país, está amenazada. Derrotada provisionalmente en un juzgado de Pennsylvania, la «pasmosa estupidez» (frase inmortal del juez John Jones) del «diseño inteligente» sigue aflorando continuamente. Atajarla es una responsabilidad que nos lleva mucho tiempo pero que es importante, y los científicos están empezando a salir de su autocomplacencia. Durante años han seguido tranquilamente con su ciencia, subestimando de forma lamentable a los creacionistas que, sin aptitud ni interés por la ciencia, se han dedicado a la muy seria labor política de subvertir a las juntas escolares locales. Los científicos, y los intelectuales en general, están ahora tomando conciencia de esta amenaza que nos viene de los talibanes usamericanos.
    Los científicos se dividen en dos campos según lo que consideran la mejor estrategia para enfrentarse a la amenaza. La corriente de opinión de Neville Chamberlain, propiciadora del apaciguamiento, se centra en la batalla de la evolución. En consecuencia, sus miembros identifican al fundamentalismo como el enemigo y hacen ingentes esfuerzos por apaciguar la religión «moderada» o «sensata» (lo cual no es una tarea difícil, pues los obispos y los teólogos desprecian a los fundamentalistas tanto como los científicos). En cambio, los científicos de la corriente de Winston Churchill, consideran que la lucha por la evolución no es más que una batalla en una guerra más amplia: una guerra que se avecina entre el sobrenaturalismo por un lado y la racionalidad por otra. Para ellos, los obispos y los teólogos están, junto con los fundamentalistas, en el bando de lo sobrenatural, y no es cuestión de apaciguarlos.
    La escuela de Chamberlain acusa a los churchilianos de sacudir el bote hasta el extremo de enturbiar las aguas. El filósofo de la ciencia Michael Ruse escribió:
    «Nosotros, que amamos la ciencia, tenemos que darnos cuenta de que el enemigo de nuestros enemigos es nuestro amigo. Es demasiado frecuente que los evolucionistas dediquen tiempo a insultar a quienes podrían ser sus aliados. Esto vale sobre todo para los evolucionistas laicos. Los ateos pasan más tiempo atacando a cristianos bien dispuestos que enfrentándose a los creacionistas. Cuando Juan Pablo II escribió una encíclica en la que aprobaba el darwinismo, la respuesta de Richard Dawkins se redujo a acusarle de hipocresía, a decir que era imposible que fuera sincero al referirse a la ciencia, y Dawkins afirmó que él prefería a un fundamentalista honrado».

    Un reciente artículo de Cornelia Dean publicado en el New York Times cita al astrónomo Own Gingerich cuando dice que, al propugnar simultáneamente la evolución y el ateísmo, «el Dr. Dawkins probablemente está consiguiendo lograr más adeptos al diseño inteligente que cualquiera de los principales teóricos del diseño inteligente».
    No es la primera, no es la segunda, no es ni siquiera la tercera vez que se hace esta observación absolutamente estúpida.
    Los chamberlainitas suelen citar el principio del difunto Stephen Jay Gould: NOMA, non-overlapping magisteria, «magisterios que no se superponen». Gould sostenía que la ciencia y la auténtica religión nunca entran en conflicto porque habitan dimensiones del discurso totalmente separadas:
    «Se lo digo a todos mis colegas, y lo repito por enésima vez (tanto en reuniones estudiantiles como en tratados eruditos): sencillamente, la ciencia no puede zanjar con sus métodos legítimos la cuestión de la posible supervisión de la naturaleza por parte de Dios. Ni lo afirmamos ni lo negamos; sencillamente, no podemos pronunciarnos sobre ello como científicos».

    Suena estupendamente, hasta que uno se para a pensar un momento sobre ello. Entonces, se da cuenta de que la presencia de una deidad creadora en el universo es claramente una hipótesis científica. De hecho, es difícil imaginarse, en toda la ciencia, una hipótesis más trascendental. Un universo con un dios sería un tipo de universo totalmente diferente de un universo sin dios, y la diferencia sería científica. Dios podría resolver el asunto a su favor en cualquier momento montando una demostración espectacular de sus poderes, algo que pudiera satisfacer incluso los exigentes estándares de la ciencia. Incluso la Templeton Foundation, de triste fama, reconoció que Dios es una hipótesis científica: financiando ensayos con doble enmascaramiento para averiguar si las oraciones a distancia podían acelerar la recuperación de pacientes enfermos del corazón. Por supuesto, el resultado fue negativo, aunque un grupo de control que sabía que habían rezado por ellos más bien empeoró (¿qué tal si se entabla una demanda colectiva contra la Templeton Foundation?). A pesar de esfuerzos como éstos, que tanta financiación han recibido, no se han hallado aún pruebas de la existencia de Dios.
    Para apreciar la hipocresía de las personas creyentes que aceptan el principio NOMA, imagínense que unos arqueólogos forenses descubrieran, por casualidad, unas pruebas basadas en el ADN que demostraran que Jesús nació de una madre virgen y que no tenía padre. Si los entusiastas del NOMA fueran sinceros, deberían rechazar el ADN del arqueólogo sin dudarlo: «Es irrelevante. Las pruebas científicas no tienen ninguna relación con las cuestiones teológicas. Magisterio equivocado». ¿Acaso alguien se cree, de verdad, que iban a decir algo de ese estilo? Podemos apostarnos lo que sea a que no sólo los fundamentalistas, sino todos los profesores de teología y todos los obispos del país proclamarían a los cuatro vientos la evidencia arqueológica.
    O bien Jesús tenía padre o no lo tenía. La cuestión es una cuestión científica, y se usarían pruebas científicas, de haberlas, para zanjarla. Lo mismo vale para cualquier milagro; y la creación deliberada e intencionada del universo tendría que haber sido la madre y el padre de todos los milagros. O bien ocurrió o bien no ocurrió. Se trata de un hecho, así o asá, y en nuestro estado de incertidumbre le podemos asignar una probabilidad; una estimación que puede ir variando a medida que se acumula más información. La mejor estimación, por parte de la humanidad, de la probabilidad de la creación divina se redujo considerablemente en 1859 con la publicación de El origen de las especies, y a lo largo de las décadas subsiguientes ha seguido reduciéndose, mientras la evolución se consolidaba en el siglo XIX como teoría plausible, hasta llegar a convertirse, en la actualidad, en un hecho demostrado.
    La táctica de los chamberlainitas de ponerse a buenas con la religión «razonable», a fin de presentar un frente unido frente a los creacionistas («diseño inteligente»), no es mala si nuestra preocupación central es la batalla por la evolución. Se trata de una preocupación válida y aplaudo a quienes la defienden, como Eugenie Scott en Evolución frente a Creacionismo [Evolution versus Creationism]. Pero si nos preocupa la formidable cuestión científica de si el universo fue o no creado por una inteligencia sobrenatural, entonces las líneas divisorias pasan por otro sitio. Tratándose de esta cuestión más amplia, los fundamentalistas están en el mismo bando que la religión «moderada» y yo me encuentro en el bando opuesto.
    Por supuesto, se está presuponiendo que el Dios del que hablamos es una inteligencia personal tal como Yavé, Alá, Baal, Odín, Zeus o Krishna. Si por «Dios» entendemos amor, naturaleza, bondad, el universo, las leyes de la física, el espíritu de la humanidad o la constante de Planck, todo lo anterior carece de sentido. Una estudiante estadounidense preguntó a su profesor si tenía alguna opinión sobre mí. «Claro que sí», le respondió aquél. «Está absolutamente convencido de que la ciencia es incompatible con la religión, pero se extasía con la naturaleza y el universo. Para mí, ¡eso es religión!». En efecto, si eso es lo que se entiende por religión, muy bien, entonces soy un hombre religioso. Pero si tu Dios es un ser que diseña universos, escucha plegarias, perdona pecados, hace milagros, lee tus pensamientos, se preocupa por tu bienestar y te resucita de los muertos, entonces no es probable que te sientas satisfecho. Como dijo el célebre físico estadounidense Steven Weinberg, «Si quieres decir que “Dios es energía” entonces puedes encontrar a Dios en un pedazo de carbón». Pero no cuentes con que vas a llenar tu iglesia de fieles.
    Cuando Einstein dijo «¿Tenía Dios una opción cuando creó el universo?», lo que quería decir es «El universo, ¿se podría haber iniciado de más de una manera?». «Dios no juega a los dados» fue una expresión poética de Einstein para mostrar su duda sobre el principio de indeterminación de Heisenberg. Es sabido que Einstein se molestó cuando los teístas interpretaron esta afirmación como creencia en un Dios personal. Pero, ¿qué esperaba? Debía haber sido palpable para él el ansia de malentendidos. Los físicos «religiosos» normalmente resulta que lo son sólo en el sentido einsteiniano: son ateos con un temperamento poético. También yo lo soy. Sin embargo, dado este anhelo de malentendidos, tan extendido, el confundir deliberadamente el panteísmo einsteiniano con la religión sobrenatural es un acto intelectual de alta traición.
    Si aceptamos pues que la hipótesis de Dios es una hipótesis científica propiamente dicha, a cuya verdad o falsedad no tenemos acceso simplemente por falta de pruebas, ¿cuál debería ser nuestra mejor estimación de la probabilidad de que Dios existe, dadas las pruebas de las que disponemos en estos momentos? En mi opinión, la probabilidad es bastante reducida, y a continuación explico por qué.
    En primer lugar, la mayoría de los argumentos tradicionales a favor de la existencia de Dios, desde Tomás de Aquino, son fáciles de desmontar. Varios de ellos, por ejemplo el argumento de la primera causa, se basan en una regresión infinita que llega a su fin con Dios. Pero nadie nos explica por qué Dios, misteriosamente, es capaz de poner fin a las regresiones infinitas sin requerir él mismo una explicación. Ciertamente, necesitamos algún tipo de explicación para el origen de todas las cosas. Los físicos y los cosmólogos se dedican a esta ardua labor. Pero cualquiera que sea la respuesta (una fluctuación cuántica aleatoria, o una singularidad Hawking/Penrose o como quiera que acabemos llamándola), será simple. Por definición, las cosas complejas, estadísticamente improbables, no ocurren así sin más; necesitan ser explicadas. No son capaces de poner fin a las regresiones infinitas, a diferencia de lo que ocurre con las cosas simples. La primera causa no puede haber sido una inteligencia, por no hablar de una inteligencia que responde a plegarias y le gusta ser adorada. Las cosas inteligentes, creativas, complejas, estadísticamente improbables aparecen tardíamente en el universo, como producto de la evolución o de algún otro proceso de escalada gradual a partir de un principio simple. Aparecen tardíamente en el universo y por tanto no pueden ser responsables de su diseño.
    Otro de los esfuerzos de Tomás de Aquino, la vía de los grados de perfección, merece la pena ser expuesto con detalle, pues es un típico ejemplo de la debilidad del razonamiento teológico. Tomás de Aquino dijo que nosotros percibimos grados, pongamos por caso, de bondad o temperatura, y los medimos por referencia a un máximo:
    «Ahora bien, el máximo de cualquier género es la causa de todo en dicho género; así el fuego, que es el máximo del calor, es la causa de todas las cosas calientes... Por tanto, debe existir algo que sea para todos los seres la causa de su ser, bondad, y cualquier otra perfección; y eso es lo que llamamos Dios».

    ¿Eso se considera un argumento? Por la misma razón podríamos decir que la gente varía en cuanto a su olor, pero que sólo podemos juzgarlos por referencia a un máximo perfecto de olor concebible. Por tanto, debe existir un ser oloroso preeminente sin parangón, y lo llamamos Dios. Se puede utilizar cualquier otra dimensión comparativa que se desee, para derivar una conclusión igualmente fatua. A eso lo llaman teología.
    El único de los argumentos tradicionales a favor de Dios que se emplea ampliamente en la actualidad es el argumento teleológico, llamado a veces «argumento del diseño», si bien (dado que el nombre da por sentada la cuestión de su validez) debería llamarse más bien «argumento a favor del diseño». Se trata del familiar argumento «del relojero», que sin duda es uno de los malos argumentos más superficialmente plausibles jamás descubiertos; y que casi todo el mundo redescubre hasta que se les hace ver la falacia lógica y la brillante alternativa de Darwin.
    En el mundo familiar de los artefactos humanos, las cosas complicadas que tienen apariencia de haber sido diseñadas han sido diseñadas. Para un observador ingenuo, parece deducirse que las cosas del mundo natural de similar complejidad que parecen diseñadas, como los ojos o los corazones, también han sido diseñadas. No se trata solamente de un argumento por analogía. Aquí hay una apariencia de razonamiento estadístico; es falaz, pero comporta una ilusión de plausibilidad. Si barajamos un millón de veces al azar los fragmentos de un ojo o de una pierna o de un corazón, ya tendríamos suerte e dar con una sola combinación capaz de ver, caminar o bombear. Esto demuestra que estos dispositivos no podrían haberse constituido al azar. Y por supuesto que ningún científico razonable dijo jamás que así fuera. Lamentablemente, la educación científica de la mayoría de los estudiantes británicos y estadounidenses omite toda mención de Darwin, y por tanto la única alternativa al azar que la mayoría de las personas pueden imaginar es el diseño.
    Incluso antes de la época de Darwin, la falta de lógica saltaba a la vista: ¿cómo podría haber sido jamás una buena idea postular, como explicación para la existencia de cosas improbables, a un diseñador que tendría que ser más improbable aún? Todo el argumento cae lógicamente por su base, como ya se dio cuenta Hume antes del nacimiento de Darwin. Lo que no conocía Hume es la alternativa de suprema elegancia que Darwin propondría, alternativa tanto al azar como al diseño. La selección natural es tan deslumbrantemente poderosa y elegante que no sólo explica la totalidad de la vida, sino que eleva nuestra conciencia y da una espaldarazo a nuestra confianza en la capacidad de la ciencia para explicar todo lo demás.
    La selección natural es más que una mera alternativa al azar; es la única alternativa definitiva jamás planteada. El diseño sólo es una explicación factible de la complejidad organizada a corto plazo. No es una explicación final, pues los propios diseñadores requieren una explicación. Si, como una vez especularon Francis Crick y Leslie Orgel medio en broma, la vida fue sembrada deliberadamente en nuestro planeta por un cargamento de bacterias que venía en la ojiva de un cohete, habrá que hallar una explicación para los alienígenas inteligentes que lanzaron el cohete. En última instancia, tienen que haber evolucionado de forma gradual a partir de inicios más simples. Solamente la evolución, o algún tipo de «grúa» gradualista, para emplear el ingenioso término de Daniel C. Dennett, es capaz de poner fin a la regresión. La selección natural es un proceso anti-aleatorio que va construyendo gradualmente la complejidad, paso a paso. El producto final de este efecto cremallera es un ojo, o un corazón, o un cerebro; un dispositivo cuya complejidad es absolutamente desconcertante hasta que divisamos la suave rampa por la que se llega a él.
    Esté, o no, en lo cierto en cuanto a mi conjetura de que la evolución es la única explicación para la vida en el universo, de lo que no cabe duda es de que es la explicación de la vida en este planeta. La evolución es un hecho, y está entre los hechos más fehacientes que conoce la ciencia. Pero tuvo que empezar de alguna manera. La selección natural no puede obrar sus milagros hasta que no se den ciertas condiciones mínimas, de las cuales la más importante es un sistema de duplicación fiable; el ADN o algo que funcione como el ADN.
    El origen de la vida en nuestro planeta, es decir, el origen de la primera molécula capaz de autorreproducirse, es difícil de estudiar, pues (probablemente) sólo sucedió una vez, hace 4 mil millones de años en condiciones muy distintas de las que ahora prevalecen. Tal vez nunca lleguemos a saber cómo ocurrió. A diferencia de los sucesos evolutivos que le siguieron, debe haber sido un suceso auténticamente improbable; demasiado improbable, quizás, como para que los químicos lo reproduzcan en el laboratorio o desarrollen siquiera una teoría plausible de lo que ocurrió. Esta conclusión tan extrañamente paradójica, el que una explicación química del origen de la vida, para ser plausible, tiene que ser inverosímil, sería la conclusión correcta si la vida en el universo fuera extremadamente rara. Y de hecho nunca nos hemos topado con ningún atisbo de vida extraterrestre, ni siquiera por radio; circunstancia que dio lugar a la exclamación de Enrico Fermi: «¿Dónde están todos?».
    Supongamos que el origen de la vida en un planeta tuvo lugar por un golpe de suerte sumamente improbable, tan improbable que únicamente sucede en un planeta por cada mil millones de planetas. La Fundación Nacional de Ciencia se reiría del químico que propusiera una investigación que sólo tuviera una probabilidad de éxito del uno por cien, por no hablar de uno entre mil millones. Y sin embargo, dado que hay al menos un trillón de planetas en el universo, incluso con unas probabilidades tan reducidas se llega a que hay vida en mil millones de planetas. Y uno de ellos (aquí es donde entra en juego el principio antrópico) tiene que ser la Tierra, puesto que aquí estamos.
    Si partiéramos en una nave espacial para encontrar el planeta de la galaxia que alberga vida, las probabilidades en contra de hallarlo serían tan altas que en la práctica sería una tarea imposible. Pero si estamos vivos (y es patente que lo estamos si estamos a punto de embarcar en una nave espacial) no tenemos que molestarnos en buscar ese único planeta puesto que, por definición, nos encontramos en él. El principio antrópico es realmente bastante elegante. Por cierto, yo en realidad no creo que el origen de la vida fuera tan improbable. Creo que la galaxia tiene muchas islas de vida diseminadas por ahí, aunque esas islas estén demasiado apartadas unas de otras para que podamos concebir esperanzas de encontrarnos con una de ellas. A lo que quiero llegar es simplemente que, dado el número de planetas en el universo, el origen de la vida podría ser, en teoría, un golpe de suerte equivalente al de un golfista con los ojos vendados que metiera la bola en uno. La belleza del principio antrópico es que, incluso con estas pasmosas probabilidades en nuestra contra, nos da una explicación perfectamente satisfactoria de la presencia de la vida en nuestro propio planeta.
    El principio antrópico se suele aplicar no a planetas, sino a universos. Los físicos han sugerido que las leyes y constantes de la física son demasiado buenas, como si el universo estuviera montado para favorecer nuestra eventual evolución. Es como si hubiera, digamos, media docena de diales que representan las principales constantes de la física. En principio, cada uno de los diales se puede ajustar a un valor determinado de una amplia gama de valores. Jugueteando al azar con estos diales, casi cualquier combinación daría lugar a un universo en el que la vida sería imposible. Algunos universos se esfumarían en el primer microsegundo. Otros no contendrían ningún elemento de mayor peso que el hidrógeno y el helio. Y en otros, la materia nunca se condensaría para formar estrellas (y se necesitan estrellas para que surjan los elementos químicos y con ellos la vida). Se puede hacer una estimación de las probabilidades, muy bajas, de que los seis diales están bien ajustados, y concluir que debe haber intervenido un sintonizador divino. Pero como ya hemos visto, esta explicación es vacua porque da por sentada la cuestión más fundamental de todas. El divino sintonizador tendría que ser, por su parte, al menos tan improbable como el ajuste de sus diales.
    Una vez más, el principio antrópico brinda una solución de una elegancia abrumadora. Los físicos tiene ya razones para sospechar que nuestro universo, todo lo que vemos, es sólo un universo entre tal vez miles de millones. Algunos teóricos postulan un multiverso de espuma, en donde el universo que conocemos no es más que una burbuja. Cada burbuja tiene sus propias leyes y constantes. Las leyes de la física que nos resultan familiares son unas leyes provincianas. De todos los universos en la espuma, sólo una minoría posee lo que se necesita para generar vida. Y, con una visión antrópica a posteriori, es obvio que tenemos que encontrarnos en un miembro de esta minoría, pues aquí estamos, ¿no? Como han dicho los físicos, no es ningún accidente que veamos estrellas en el cielo, pues un universo sin estrella carecería de los elementos químicos necesarios para la vida. Es posible que existan universos en cuyos cielos no haya estrellas; pero estos universos carecen de habitantes que las echen en falta. Análogamente, no es ningún accidente que veamos una gran diversidad de especies vivas: pues un proceso evolutivo que es capaz de dar lugar a una especie que ve cosas y reflexiona sobre ellas necesariamente tiene que producir al mismo tiempo muchas otras especies. La especie reflexiva debe estar rodeada de un ecosistema, igual que debe estar rodeada de estrellas.
    El principio antrópico nos permite postular una buena dosis de suerte a la hora de explicar la existencia de vida en nuestro planeta. Pero hay límites. Se nos permite un golpe de suerte para el origen de la evolución, y quizás por unos cuantos sucesos únicos más, como el origen de la célula eucariota y el origen de la conciencia. Pero con eso se acaba nuestro derecho a postular la suerte a gran escala. Insisto en que no podemos invocar grandes golpes de suerte que expliquen la ilusión de diseño que transmite cada una de las mil millones de especies de seres vivos que han poblado la Tierra. La evolución de la vida es un proceso general y continuo, que esencialmente da lugar al mismo resultado en todas las especies, aunque los detalles varíen.
    A diferencia de lo que a veces se afirma, la evolución es una ciencia predictiva. Si se toma una especie hasta ahora no estudiada y se la somete a un minucioso escrutinio, cualquier evolucionista podrá predecir que cada individuo que se observe hará todo lo que esté en su poder, a la manera propia de su especie (planta, herbívoro, carnívoro, nectívoro o lo que sea) para sobrevivir y propagar el ADN que alberga. No estaremos aquí el tiempo suficiente para poner a prueba la predicción, pero podemos decir, con gran confianza, que si un cometa alcanza la Tierra y extermina los mamíferos, una nueva fauna surgirá para ocupar su lugar, igual que los mamíferos ocuparon el de los dinosaurios hace 65 millones de años. Y los roles que desempeñarán los nuevos actores en el drama de la vida serán a grandes rasgos, aunque no en los detalles, similares a los roles que desempeñaron los mamíferos y los dinosaurios antes que ellos, y antes que los dinosaurios los reptiles que se asemejaban a los mamíferos. Es de esperar que las mismas reglas se sigan en millones de especies en todo el globo, y durante cientos de millones de años. Una observación general de este tipo requiere un principio explicativo diferente del principio antrópico que explica sucesos excepcionales como el origen de la vida o el origen del universo como un golpe de suerte. Este principio totalmente diferente es la selección natural.
    Nosotros explicamos nuestra existencia combinando el principio antrópico y el principio de selección natural de Darwin. Esta combinación proporciona una explicación completa y profundamente satisfactoria de todo lo que vemos y sabemos. La hipótesis divina no sólo es innecesaria. No es en absoluto parsimoniosa. No solamente no necesitamos a Dios para explicar el universo y la vida. Dios aparece en el universo como algo flagrantemente superfluo. Por supuesto, no podemos demostrar la inexistencia de Dios, como tampoco podemos demostrar la inexistencia de Thor, las hadas, los duendes y el Monstruo Espagueti Volador. Pero, al igual que ocurre con esas otras fantasías que no podemos desmentir, podemos decir que Dios es muy, muy improbable.

    Primera publicación en Huffington Post, 23 de octubre de 2006 y en Edge.
    Publicado en español en Rebelión.