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  1. Se clasifican diferentes posiciones en torno al problema de la existencia de la Idea de Dios

    © Íñigo Ongay de Felipe

    En el número 112 de El Catoblepas ofrece Alfonso Fernández Tresguerres unos «comentarios» sobre el «diagnóstico» que bajo el título «El ateísmo mixto» había yo publicado en el número de mayo de esta misma revista. Mi trabajo pretendía, efectivamente, «diagnosticar», es decir, «criticar», pero no necesariamente valorar, al menos no primariamente, el alcance filosófico del artículo de Tresguerres «El ateísmo lógico» y hacerlo desde las herramientas ofrecidas por el reciente libro de Gustavo Bueno, La fe del ateo, precisamente porque, tras la atenta lectura del interesante trabajo de Tresguerres, considerábamos que tal obra de Bueno ofrecía materiales muy importantes de cara al análisis de algunos de los problemas imbricados en la maraña de cuestiones que el artículo de Tresguerres venía a remover. Además, juzgábamos entonces que tal libro no había sido tenido suficientemente en cuenta por el profesor asturiano ante el trámite de organizar su «argumentación atea», y por eso estimábamos necesario remitirnos a algunos de sus delineamientos esenciales, puesto que, de otro modo, una tal argumentación no habría podido desempeñarse de la misma manera.

    Por decirlo ahora a sensu contrario, si Alfonso Fernández Tresguerres hubiese incorporado La fe del ateo a sus cálculos, el propio «ateísmo lógico» habría tendido a difuminarse hasta desaparecer por representar dicho ateísmo, no otra cosa, que una suerte de mixtum compositum inconsistente y extraordinariamente confuso en el que tanto la negación de la existencia de Dios (sin perjuicio de la existencia de su idea) como la trituración de su misma esencia parecían darse la mano, y ello como si ambas especies de ateísmo pudiesen quedar ecualizados (el género mata la especie) en una suerte de ateísmo mixto esencial-existencial que sostuviese que «Dios es imposible, en el terreno de la lógica, y además simplemente no existe, en el terreno de los hechos».

    Frente a semejante ateísmo bifronte, nosotros nos permitíamos por nuestra parte recordarle al profesor Tresguerres (aunque, naturalmente, esto de «recordárselo» no es más que una forma de hablar) que negar la «existencia» de Dios es algo que no puede hacerse más que presuponiendo, a su vez, la existencia de Dios como Idea (es decir, presuponiendo que Dios existe, al menos como esencia concebible y consistente) y que, una vez supuesta su «esencia» como pensable, es imposible, salvo contradicción, negar su existencia real. Creemos en efecto que al menos en esto San Anselmo tenía toda la razón frente a Santo Tomás o a Kant: si el necio ha dicho en su corazón «Dios no existe», ello, sólo demuestra que el propio necio, aunque niegue la existencia de Dios presupone un sujeto consistente del que negar tal predicado (el de existir), pero sucede que este mismo sujeto, si es posible, tiene que existir con lo que –y este es el cepo planteado por el argumento ontológico– Dios existe. Así las cosas, la única forma de resistirse a la fuerza del argumento, sería dar la vuelta a su maquinaria lógica, comenzando por negar que el propio necio (o para el caso el propio San Anselmo) se refiera realmente a nada cuando habla de Dios con lo que, a su vez, no se trataría tanto de que Dios no exista, de hecho, sino de que lo que verdaderamente no existe es la idea de Dios.

    Pues bien, en su «respuesta» a nuestro trabajo, Tresguerres anuncia que «no volverá a responder» y ello, se diría, no tanto por un desprecio subjetivo hacia mi persona ni hacia mis argumentos (cosa que efectivamente no vendría al caso) cuanto por ver de evitar «eternizarse» en debates en los que no se haría, a la postre, otra cosa que repetir lo mismo con palabras distintas (algo desde luego cierto, al menos, a tenor de su primera «respuesta» en la que los contenidos de mi artículo habrían quedado directamente intactos sin perjuicio de la tendencia de mi interlocutor por enhebrar «chistes» desde luego muy graciosos).

    Desde luego, este «cerrojazo» dialéctico que nuestro interlocutor ha estimado conveniente efectuar hace imposible proseguir con la discusión, aunque creemos que un tal «cerrojo», sin perjuicio de que no tenga por qué involucrar un «desprecio subjetivo» a mis objeciones, constituye el índice más preciso de una forma de falsa conciencia que llevaría a Tresguerres a satisfacerse incesantemente con sus propias «evidencias ateas» bajo el precio, eso sí, de permanecer encastillado en una impermeabilidad argumental a prueba de bomba frente a toda contra-evidencia posible (lo que en román paladino suele expresarse con la fórmula por un oído le entra y por otro le sale). Y tenemos que decir, con toda sinceridad, que no nos parece mal. Al menos mediante esta estrategia se aseguraría Tresguerres que nada perturbe la marcha triunfal del «ateísmo mixto» en su doble negación y ello, aunque fuese bajo la forma dogmática de un «autismo» dialéctico enteramente anti-filosófico que realmente se arriesgase, por así decir, a tener siempre razón.

    Seguramente, y dadas las circunstancias, esta sería al menos la forma más rápida que habría encontrado Tresguerres ante el trámite de asegurar, subjetualmente, sus propias «evidencias» individuales al margen de todo engranamiento dialéctico posible (algo así como la fe del carbonero pero al revés). En todo caso, y poniendo por un momento enteramente al margen el juicio que procedimientos como estos pudieran merecernos, lo que ciertamente estimamos que debería considerar Tresguerres (aunque no nos atrevemos a darle consejos) es que sin perjuicio de la «claridad» con la que él crea percibir el asunto (así de simple), cuanto mayor sea el grado de la falsa conciencia detectable en sus ortogramas heurísticos, así será también el grado de la evidencia subjetiva (vid «Falsa conciencia/conciencia» en Pelayo García Sierra, Diccionario Filosófico)

    * * *

    Ahora bien, naturalmente que ante esta clausura del debate, nosotros no podemos, en el terreno de los dialogismos, proceder a responder a Tresguerres y no es esto lo que pretendemos ahora, puesto que ello representaría, al menos por la parte de nuestro interlocutor, algo así como un «diálogo de sordos», pero ello en modo alguno nos exime de tomarnos muy en serio sus posiciones en el plano semántico. Concretamente, en el presente trabajo, más que dirigirnos directamente a Alfonso Tresguerres, vamos a partir de sus posiciones «ateas», entre otras posibles y también muy interesantes (de hecho nos referiremos a otros ateos existenciales como Atilio o Simbol que han dado a conocer sus filosofemas a través de Internet), para, desde tales posturas, que aquí consideraremos como materiales circunscritos al plano fenoménico, reconstruir en el regressus el sentido del ateísmo esencial defendido por el materialismo filosófico. Por decirlo de otra manera, pretendemos hacer ver que la idea de Dios, cuya existencia Tresguerres y otros «ateos» existenciales parecidos (en particular nos referiremos a algunos casos muy destacados extraídos del sitio Razón Atea puesto a punto por Fernando G. Toledo) dan en todo momento por supuesto en el plano fenoménico, termina difuminándose hasta desaparecer, como una apariencia falaz, en el plano esencial de suerte que, vista desde este mismo plano, la idea de Dios es sólo una para-idea o una pseudo-idea con lo que, de paso, Dios no existe ni pintado, esto es, frente a lo que Simbol, Atilio o Tresguerres parecen suponer en el plano de los fenómenos, no existe ni siquiera como idea.

    En general, partimos del presupuesto de que aunque las más de las ocasiones no se tenga esto en cuenta, la idea de «ateísmo», no representa una noción de predicación unívoca cuya unidad pudiese darse frívolamente por consabida (por ejemplo sosteniendo que «el ateo» niega la existencia de Dios mientras que «el agnóstico» duda de ella, &c., &c.) puesto que, sin perjuicio de la claridad aparente que desprenden tales conceptos, la idea de ateísmo se ajustaría más bien al formato que es propio de los términos análogos, es decir, aquellos cuyas especies predicativas son simpliciter diversa por mucho que secundum quid, puedan mantenerse como eadem.

    En lo que todas las especies de ateísmo coinciden es, evidentemente, en la negación de Dios (o de cada uno de los dioses, sean a su vez religiosos o filosóficos), sea en su esencia, sea en su existencia. Ahora bien, esta unidad característica de la idea de ateísmo, repárese, sería tan solo una unidad funcional-abstracta (y de ahí el formato negativo del propio concepto) de donde, cada clase de ateísmo vendría marcada por la impronta de la propia idea de Dios de cuya negación procedería. Lo que con ello pretendemos subrayar, es, ante todo, la gran probabilidad de que algunas clases de ateísmo se mantengan tan distanciadas o todavía más entre sí como cada una de ellas respecto de terceras especies del agnosticismo o del teísmo. Por eso, en lugar de desbrozar la maraña fenoménica de referencia utilizando nociones tan abstractas, sin perjuicio de su fundamento, como las de ateísmo, agnosticismo o teísmo, vamos a proceder en lo que sigue a re-clasificar los fenómenos de partida poniendo, de un lado aquellas posturas que comenzarían por reconocer la existencia de la Idea de Dios, sin perjuicio de la impugnación eventual de su existencia, y, de otro, las posiciones que, sin necesidad de entrar a discutir, al menos de partida, la existencia o inexistencia de Dios, empezarían por impugnar la propia existencia de su Idea.

    Posturas que conservan la esencia de Dios (sin perjuicio de su existencia)

    Tanto el agnosticismo como el teísmo o el ateísmo existencial (incluyendo aquí el «ateísmo mixto») comenzarían, como el necio del argumento del Proslogio, por así decir, dando por consabida la esencia del Ser Supremo a la manera de un sujeto gramatical del que después, en un segundo momento, tuviese sentido predicar su «existencia» o «inexistencia».

    Así por ejemplo el agnóstico ontológico que suspende el juicio en lo referente a la existencia del Ens Necessarium, usualmente comienza por presuponer, desde luego, que la idea de un tal ser es ciertamente componible –esto es, que existe la idea de Dios– por mucho que, tras haber reconocido esto (cuando menos en el ejercicio), se pase a postular la imposibilidad de demostrar su existencia o inexistencia «real». Es cierto, se dirá, que no sabemos ni podemos saber si Dios existe, puesto que en todo caso su existencia es indemostrable, pero ello querrá al mismo tiempo decir que podemos concebir su Idea como una esencia consistente.

    El ateo existencial, por su parte (incluyendo el ateo mixto), concede de entrada que la idea de Dios existe, como existe la idea del «monstruo del Lago Ness» o de una familia de duendes invisibles, sin perjuicio de que dicha idea denote un ser inexistente. En todo caso, argumentará el ateo existencial, todos, incluso los «insensatos», entendemos lo que se quiere decir cuando se habla de Dios, lo que para el caso demostraría la existencia de la idea de Dios (a diferencia, por ejemplo de la idea del turuluflú) aun cuando lo que no exista, y acaso sea además imposible (como argumenta el ateo mixto) sea el Ens designado por una tal idea. Si no nos equivocamos demasiado, creemos que, al menos en lo referido a sus rasgos esenciales, esta es la postura defendida en el marco de nuestra breve «polémica del ateísmo», por autores como puedan serlo Atilio, defensor de un curiosísimo ateísmo de factura «cerebro-céntrica» o Simbol, seguidor también muy escrupuloso del ateísmo mixto (en las páginas de razonatea.blogspot.com) o Alfonso Tresguerres (en la revista El Catoblepas).

    Ahora bien lo que ni el agnosticismo ontológico ni tampoco, por su lado, filósofos ateos como Atilio, Símbol o Tresguerres han podido percibir con la suficiente claridad es que, al haberse situado ellos mismos en el papel del insipiens anselmiano, no resulta posible por más tiempo evitar que el propio argumento del Proslogio empiece a funcionar a pleno rendimiento, arrojando precisamente las conclusiones contrarias de las que el ateo existencial desearía extraer. Con ello lo que realmente queremos decir, es que si la Idea de Dios existe (a diferencia de la de turuluflú, sin ir más lejos), esto es, si tal idea por de pronto se refiere a algo, estos insensatos no podrán negar que se refiera a un Ser Necesario y si, por lo demás, esto es así, ya no cabrá en modo alguno declarar, sin contradicción, que tal Ser, siendo Necesario, es al mismo tiempo inexistente (como quiere el ateo existencial) pero tampoco sólo contingente (como pretende el agnóstico) de donde, sencillamente, si se reconoce la existencia de la Idea de Dios, entonces la única posición que cabe adoptar con sentido es el teísmo de autores como San Anselmo, Duns Scoto, Descartes o Leibniz. En resumidas cuentas, a la vista del argumento ontológico, sea en su versión anselmiana, sea en su versión modal, si existe la idea de Dios, entonces ya no se ve cómo evitar la siguiente conclusión: existe Dios.

    Sin embargo, esta no es tampoco la última palabra. Porque sucede de hecho que a diferencia del «Monstruo del Lago Ness» o de los «duendes invisibles», el Dios al que se refieren los agnósticos, los teístas y los ateos existenciales, no puede, al parecer, «coexistir» con terceras entidades (para empezar no puede, sin duda, existir en el «Lago Ness» o en un apartamento ovetense), y al límite, dada su infinitud, anegaría tales términos hasta hacerlos desaparecer. De hecho, la absoluta infinitud así como la entera simplicidad del Ser Perfectisímo, comenzaría por hacer imposible la existencia del mundo (el propio mundus adspectabilis del que partían, en el regressus, cada una de las vías tomistas a través de sus sense constat) al no poder «coexistir» con él. Con ello, se sigue que si existir, fuera de toda hipóstasis metafísica de la idea de existencia, dice coexistir con terceras texturas constitutivas del mundo práctico, más allá del contorno del nódulo de referencia entonces, la existencia de un Dios infinito al tiempo que absolutamente simple es imposible al aparecer como incomponible (incompatible) con la existencia de todo entorno exterior a su dintorno.

    Ahora bien, si esto es así, es decir, si, por un lado, la existencia de la idea de Dios pide la existencia de Dios, y si, al mismo tiempo, Dios no puede existir (porque no coexiste con nada, i. e., con ningún contenido exterior a su dintorno), entonces, por modus tollens, se sigue de estas premisas que lo que tampoco existe ni puede existir es la idea de Dios. Simplemente sucederá que, pese a todas las apariencias falaces, y como en el argumento de San Anselmo pero a la inversa, nadie, absolutamente nadie, «ha dicho en su corazón: no existe Dios», sencillamente porque la llamada Idea de Dios es en realidad una para-idea o una pseudo-idea. Y este es precisamente el proton-pseudos en los que tanto los agnósticos como los ateos existenciales al estilo de Atilio, Simbol o Tresguerres se habrían visto empantanados.

    Posturas que trituran la existencia de la idea de Dios (sin perjuicio de la existencia de Dios)

    Pues bien, si la idea de Dios no existe, ello sin duda se deberá a que tal idea, cuando se la analiza fuera del plano de los fenómenos entre los que se mueven los ateos existenciales, no representa en realidad otra cosa que un mosaico confuso de componentes (Padre, Médico, Arquitecto, Maestro, &c., &c.) extraídos, eso sí, del mundo práctico-operatorio que, cuando se desarrollan al límite de su infinitud, dan lugar, por convergencia, no ya a una idea componible (pues sus propios componentes son enteramente –ni siquiera parcialmente– incompatibles unos con otros como lo es, en general, la voluntad con la infinitud o la omnisciencia con la omnipotencia, o la pura actualidad respecto a todos los demás, &c., &c.), sino a una pseudo-idea metafísica que no puede componerse. Ello no se deberá tanto a que Dios aparezca como imposible por auto-contradictorio en el terreno de la lógica, como pretenden muchas variedades de «ateísmo mixto» (puesto que en todo caso un tal «autos» involucraría la reflexividad, lo cual no es mucho más que una hipóstasis metafísica), como tampoco un decaedro regular es auto-contradictorio. Lo que es contradictorio constructivamente, esto es, impracticable, es la concatenación de sus componentes entre sí y con el entorno práctico de partida al que terminarían por anegar, pero si tales componentes no pueden, por hipótesis, ser siquiera compuestos unos con otros, entonces, se deduce de esto que la idea de partida simplemente no existe como tal idea; y ello por mucho que en el terreno de las apariencias, el nombre que encapsula tal mosaico pueda dar la impresión al ateo existencial –y de ahí el proton pseudon al que antes nos referíamos– de que cuando habla de Dios, por ejemplo para negar su existencia, se refiere a algo de distinto del turuluflú.

    Esta circunstancia ha sido detectada con toda claridad desde las páginas de Razón Atea a las que venimos refiriéndonos, por Fernando G. Toledo y Jorge Méndez, cuyas entendederas filosóficas parecen ir, al menos en este punto, mucho más lejos que las de Atilio, Simbol o Tresguerres. Afirma por ejemplo Méndez, dando a nuestro juicio en el clavo:

    «Me parece que Tresguerres confunde el signo «Dios» (objeto semiótico) con el pseudo-concepto o pseudo-idea denotado o designado por el signo, ya que si bien el signo «Dios», en cuanto objeto material que designa o denota por convención a un concepto u objeto material existe realmente, de eso no se sigue que exista realmente (o conceptualmente) la idea o paraidea que supuestamente designaría. Aunque también es posible que Tresguerres confunda el pensamiento (proceso cerebral o secuencia de psicones) con la pseudoidea o pseudo-concepto que formaría en el plano conceptual ficticio (…) o, en jerga buenista, confundiría M2 con M3.»

    Asimismo, como sostiene Fernando G. Toledo, creemos que muy certeramente:

    «(…) tanto la de círculo cuadrado como la de Dios son pseudoideas o paraideas a las que se les simulan sus contradicciones para «pensarlas» siquiera, predicarlas como existentes.»

    Si esto es así, entonces una vez retirado el nombre, que habrá con ello quedado reducido a la condición que cuadra a un verdadero flatus vocis, la propia unidad de la idea de Dios como idea consistente quedaría disuelta al límite de su desaparición; lo que al mismo tiempo querría decir, si no nos equivocamos demasiado, que nadie (ni Atilio, ni Simbol, ni Tresguerres, ni San Anselmo, ni Santo Tomás, ni Ricardo Dawkins) se refieren absolutamente a nada cuando discuten la existencia o inexistencia de Dios puesto que, como ahora esperamos que se vea, lo que en realidad no existe es la propia idea de Dios sobre la que tales insensatos parecen (falazmente) debatir. Del mismo modo, no tendrá el más mínimo sentido exigir pruebas a quien afirma su existencia (dado que ni quien «afirma» ni quien «niega» están diciendo nada preciso), ni «desear» que Dios exista después de todo, impostando poseer una idea de Dios que ni siquiera puede componerse (pues entonces, nos preguntamos, ¿qué es lo que se desea que exista?), ni echarle de menos, ni tampoco respetar a los «creyentes» que tienen fe en Él, puesto que tal «fe», fuera al menos del plano fenoménico, es una apariencia falaz que ni existe ni puede existir: y no es que los «creyentes» se equivoquen al mantener su fe en Dios, porque lo que realmente sucede, desde las coordenadas del ateísmo esencial, es que tal «fe» ni siquiera existe como tal, con lo que no puede ser respetada. La idea de Dios no existe y ello, a poco que se piense la cosa, al mismo tiempo, demuestra que absolutamente nadie, ni siquiera los teístas, tiene «fe» en Él.

    Finalizamos refiriéndonos a una anécdota suficientemente significativa. En el contexto de una clase sobre el uso que hace Descartes del argumento ontológico en sus Meditationes de Prima Philosophia, y tras las pertinentes explicaciones por parte del profesor sobre el «argumento ontológico doblado», una alumna pudo hacer el siguiente comentario: «entonces, el verdadero problema no es que Dios no exista, el problema reside en los atributos que se le asignan.» Desde luego nosotros no sólo consideramos que la muchacha estaba realmente en lo cierto –mostrando por lo demás una finura filosófica que da ciento y raya a muchos «ateos existenciales»– sino que su comentario demuestra con todas las de la ley que el problema, en efecto, no es tanto la existencia de Dios sino la misma existencia de su constitutivo formal y que, si ese es el caso, entonces, todos somos ateos (en el plano esencial).