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Fernando G. Toledo
«Establezco que el ánimo [espíritu] ante todo, / a quien inteligencia de ordinario / llamamos, en el cual está asentado / el consejo y el régimen de vida, / es una parte real de nuestro cuerpo, / como los pies y manos y los ojos». Los versos de
Lucrecio (c. 99 ANE-55 ANE), que reflejan la filosofía de
Epicuro y
Demócrito, resuelven en plena expansión del
platonismo y a las puertas del
cristianismo venidero, un enigma que aun hoy desvela a creyentes y parece develado por la mayoría de los científicos. Ese problema, el de la existencia del
alma o
espíritu como principio inmaterial, vital e intelectivo del cuerpo, supo ocupar a la filosofía y la teología durante milenios, pero tiene su más probable origen en lo que
Edward B. Tylor formuló bajo el nombre de «hipótesis animista». Según el antropólogo inglés, el hombre primitivo «descubrió» erróneamente que la forma de sus compañeros muertos «persistía» en los sueños, las visiones, y los recuerdos, y dio el salto fundamental hacia la escisión del mundo en una sustancia material-mortal y otra gaseosa, sutil, inmaterial e inmortal.
Ese
pseudo descubrimiento, el del alma, que sería axial para el desarrollo de buena parte de la filosofía, se encuentra después de siglos frente a su punto culminante, su fecha de defunción. Desde que la ciencia tomó las riendas del pensamiento humano, como legado ilustrado, y merced a las certezas que era capaz de ofrecer, la hipótesis del alma (o
«la mente», en su versión secular) ha ido cediendo lugar hacia una cosmovisión eminentemente materialista, sobre todo desde la neurobiología, que niega al alma como una entidad separada del cuerpo. Mejor aún: niega el alma.
Para enfrentar la escisión dualista, (la
«dianomía esquizoide», definida por
Gonzalo Puente Ojea, 2000) y para restablecer, digamos, el dictamen expuesto en
De la naturaleza de las cosas, el
materialismo opone objeciones serias y decisivas que confinan al alma al catálogo de los desvaríos intelectuales, aunque tenga un lastre de indudable valor de cambio en el mercado religioso.
Como lo ha hecho el neurofilósofo
Paul Churchland en
Materia y conciencia, podríamos tender la soga al cuello del dualismo refutándolo desde diversos frentes. El primero podría resumirse en el
argumento de la economía. Frente al dualismo ontológico, el materialismo monista (ontológico) propone una sola sustancia, la material, escrutable, evidente, comprobable, con propiedades emergentes en sus diversos niveles de organización. En cambio, el dualismo postula que existe una sustancia más, ésta inmaterial, y por ende inescrutable, incomprobable. Aunque la
navaja de Ockham nos obligaría a cercenar esta multiplicación innecesaria de entidades, podría concederse que la exigencia de parsimonia no es decisiva, si el materialismo no explicara realmente todos los fenómenos. Sin embargo, subraya Churchland, «la objeción tiene alguna fuerza, especialmente puesto que no cabe ninguna duda de que la materia física existe, mientras que la materia espiritual continúa siendo una tenue hipótesis». ¿Resulta necesario violar el principio de Ockham? De ningún modo.
Mario Bunge (2001) advierte que «una consecuencia del éxito del enfoque del estudio de la mente y el comportamiento centrado en el cerebro, es que la vieja concepción teológica e idealista que separa la mente de la materia se halla en declinación».
En efecto, como dice Bunge, «los neurocientíficos saben que el sistema nervioso es sólo uno de los subsistemas del organismo animal –si bien el más complejo e interesante–; y los psicólogos se están percatando de que los animales reales no son cajas negras». Así, «la gran pared entre el cuerpo y la mente está siendo minada desde adentro (experiencia subjetiva) y desde fuera (el cerebro). Esta pared está siendo escalada desde ambos lados: de la percepción a la formación de conceptos y de la neurona individual al cerebro íntegro».
Tenemos el conocimiento del cerebro, de las neuronas y de cómo los sistemas de éstas se conectan con los nervios sensores; el descubrimiento de los disparos de vibraciones electroquímicas; el estudio de «cómo tal actividad procesa información sensorial, seleccionando sutiles o salientes bits para ser enviados a sistemas más altos»; la relación (de la que da cuenta la neurología) de cómo el daño en ciertas partes del cerebro provoca incapacidades de lenguaje, percepción, movimiento o memoria en las víctimas. Y todo ello, para Paul Churchland, constituye el patrimonio materialista. Pero, ¿cuánto puede ofrecer a cambio el dualista de la sustancia inmaterial (alma o mente)? Churchland se pregunta: «¿Puede el dualista decirnos algo sobre la constitución interna de la estofa mental? ¿De los elementos no-materiales que la constituyen? ¿De las leyes que gobiernan su comportamiento? ¿De las conexiones estructurales de la mente con el cuerpo? ¿De la manera de sus operaciones? ¿Puede explicar las capacidades y patologías en términos de sus estructuras y sus defectos?». Y responde: «El hecho es que el dualista no puede hacer ninguna de estas cosas, porque no ha sido formulada nunca ninguna teoría detallada de la estofa-mente». Como también lo hace Bunge,
Francisco J. Rubia (catedrático de Medicina por la Universidad de Dusserdorlf) acusa de más falencias a los dualistas, ya que éstos «al asumir que la mente es de diferente sustancia que el cerebro, prácticamente rechaza la posibilidad de su estudio por las ciencias naturales».
Sin embargo, el dualismo puede aun reconocer la importancia del cerebro en funciones perceptivas, y funcionales, lo cual no impide que éste sea en realidad apenas «el nexo» entre cuerpo y mente (alma). Sólo el alma o la mente poseería, para el dualista, la capacidad de razonar, emocionarse y ser consciente. Pero esto tampoco tiene sentido, ya que significa ignorar que el desarrollo de la inteligencia artifical demuestra que hay
máquinas capaces de calcular, al tiempo que desde la medicina es posible tratar las emociones (por ejemplo, la depresión, la dispersión atencional, la conciencia) con la utilización de
drogas u otros fármacos. Siguiendo el razonamiento de Churchland, «si realmente es una entidad distinta en la que tienen lugar el razonamiento, la emoción y la consciencia; y si esa entidad es dependiente del cerebro para nada más que las experiencias sensoriales como
input y las ejecuciones volitivas como
output, entonces se podría esperar que la razón, emoción y conciencia son relativamente invulnerables al control directo o la patología por manipulaciones o daño del cerebro.
Pero realmente lo verdadero es lo contrario».
Aun así, y si éste no es un argumento suficiente, existe una última objeción, decisiva, contra el dualismo. Y ésta aparece al resaltar el hecho de que los humanos somos producto de
la evolución. «Dado que el dualismo da lo mental por sentado, no considera el problema de explicar su aparición en el transcurso de la evolución y del desarrollo individual», reprocha Mario Bunge (2002). Las consecuencias que esto supone no siempre han sido consideradas por dualistas, sean éstos creyentes o seculares.
Hablar de evolución es hablar de historia, esto es, de un largo proceso mediante el cual fue formándose nuestra especie. Nuestro cerebro (como el de otros animales) surgió en el transcurso de esa historia, y, por ende la mente, no es más que ese cerebro en funcionamiento. No por nada, «
Herbert Spencer (1820-1903) fundamentó la psicología en la biología evolucionista afirmando que lo psíquico surge en el curso de la evolución fisiológica del sistema nervioso y el cerebro», según apunta Miguel Ángel de la Cruz en su artículo
«El problema cuerpo-mente».
En palabras de Churchland, «la especie humana y todos sus rasgos son el resultado totalmente físico de un proceso puramente físico. Como todos, excepto los más simples organismos, nosotros tenemos un sistema nervioso. Y por la misma razón: un
sistema nervioso permite la guía discriminativa de la conducta. Pero un sistema nervioso es justamente una matriz activa de células, y una
célula es justamente una matriz activa de moléculas. Nosotros sólo somos notables en que nuestro sistema nervioso es más complejo y poderoso que los de nuestras criaturas semejantes. Nuestra interna naturaleza difiere de la de las criaturas más simples en grado, pero no en entidad».
El asunto fue advertido notoriamente por el Vaticano, y dado a conocer cuando, en 1996, el por entonces papa
Juan Pablo II ofreció
su célebre declaración ante la Academia Pontificia de Ciencias, en la que reconoció que la teoría de la evolución darwiniana era «algo más que una hipótesis». Claro que, por supuesto, intentó salvaguardar el alma del asunto, por todo lo que representaba ceder tanto territorio. «Las ciencias de la observación describen y miden cada vez con mayor precisión las múltiples manifestaciones de la vida y las inscriben en la línea del tiempo. El momento del paso a lo espiritual no es objeto de una observación de este tipo», dijo falazmente en esa ocasión. Bunge (2001) rechaza esa falsedad: «De hecho la ciencia sí conoce algo acerca del alma, a saber, que no tiene más existencia que la que posee el
flogisto o el
éter, o la
fuerza vital o la
envidia del pene, la memoria colectiva, o el destino manifiesto de una nación».
Todo esto evidencia una vez más la imposibilidad de un
«no solapamiento de magisterios» entre la religión y la ciencia, como propuso alguna vez
Stephen Jay Gould. «La ciencia establece hoy que todos los fenómenos mentales son funciones del cerebro en cuanto gran procesador de energía en sus varios niveles; y que las investigaciones empíricas sobre el par mente-cerebro ponen de manifiesto de modo incuestionable el sordo y permanente conflicto de la ciencia con la teología respecto de los referentes existenciales que presentan una y otra», denuncia Puente Ojea (2005).
Hemos salido de la invención animista y del principio de
Agustín de Hipona del alma como «principio animador del cuerpo». Hemos pasado del alma inmortal e independiente, según
Platón (
Fedón), al
hilemorfismo aristotélico (
Aristóteles sabía que el alma era inseparable del cuerpo). Hemos ido del
dualismo cartesiano (con su
glándula pineal como conectora), al particular
materialismo de Spinoza y el alma como «idea de una cosa singular existente en acto» (
Ética, II:XI), y también hemos soportado la multiplicación
ad nauseam del alma con
Leibniz, para quien es una «sustancia espiritual, una mónada que, como un espejo, representa en sí la totalidad del mundo, pero en sí misma es simple, o sea, sin partes e indivisible (
Monadología, § 1, 56)» (Abbagnano, 1998). Cuando llegó la hora de suplantar la noción de alma por la de mente, hemos asistido a las elucubraciones de
Eccles y
Popper, para los cuales el cerebro es una especie de «intérprete» de lo mental, pero también por
Gilbert Ryle, quien afirmaba en 1949 que el alma era un «fantasma en la máquina», algo que
Niccola Abbagnano explica como el «fruto de un error categorial, que considera que los hechos de la vida mental pertenecen a un tipo de categoría (o clase de tipos o categorías) lógica (o semántica) diferente de la categoría a la que pertenecen». Por último, desde que la ciencia, aunando la psicología, la neurología y la farmacología, se ha enfocado esta magna cuestión, y arribado a la conclusión de que «la conciencia es una propiedad emergente del cerebro» (
Francis Crick, 2003). Conclusión candente y si se quiere problemática (el término
emergencia sigue siéndolo), pero de la que debe extraerse la conclusión más limpia de que
no hay conciencia sin corpóreos vivientes. Una conclusión que nos trae de vuelta a Lucrecio, uno de los primeros materialistas, para que la soga se ciña finalmente contra el dualismo. A esa escisión esquizoide llamada alma, diría el romano, «guárdensela por mí, yo se la cedo; / hagan de este vocablo sus delicias; / comprende lo demás que voy diciendo».
Fuentes:
Abbagnano, Niccola. Diccionario de filosofía. Fondo de Cultura Económica, 1998.
Bunge, Mario. Diccionario de filosofía. Siglo XXI, 2001.
Bunge, Mario. Crisis y reconstrucción de la filosofía. Gedisa, 2002.
Churchland, Paul. Materia y conciencia. Introducción contemporánea a la filosofía de la mente. Gedisa, 1999.
Crick,Francis. La búsqueda científica del alma. Debate, 2003 (citado por Fontoira Lombos, Manuel, en «El correlato de la conciencia»).
De la Cruz Vives, Miguel Ángel. «El problema cuerpo mente: distintos planteamientos», en publicación electrónica del Ministerio de Educación y Ciencia de España.
Ferrater Mora, José. Diccionario de filosofía. Alianza, 1980.
Gould, Stephen Jay. «Non Overlapping Magisteria», edición electrónica en el sitio Stephen Jay Gould Archives.
Puente Ojea, Gonzalo (con Carreaga Villalonga, Ignacio). Animismo. El umbral de la religiosidad. Siglo XXI, 2005.
Puente Ojea, Gonzalo. El mito del alma. Siglo XXI, 2000.
Puente Ojea, Gonzalo. Opus minus. Siglo XXI, 2001.
Rubia, Francisco J. El cerebro nos engaña. Ediciones Temas de Hoy, 2000 (Citado por Puente Ojea, 2001).
Tylor, Edward B. Cultura primitiva. Ayuso, 1977-1981 (citado por Puente Ojea, 2005).
Ver también: Adiós a las almas, La materialidad de la conciencia, Versus John Eccles, Contra un enemigo del cerebro, El umbral de la religiosidad e Identifican un gen crucial para la evolución.