Rss Feed
  1. Contra el Dios personal

    sábado, febrero 18, 2006

    © Jorge Méndez

    Según la creencia de los monoteístas y deístas, Dios es una “persona” espiritual con conciencia, pero ¿es legítimo suponer eso? Vamos a ver:



    1) Desde un punto de vista etimológico, la palabra “persona” deriva de per sonare, nombre de una máscara usada por los actores griegos en el teatro, la cual era finita y material, como nosotros las personas biofísicas per analogiam; es decir, una persona, definida como “individuo de la especie humana”, es necesariamente material-corpórea y finita.
    Por tanto, Dios no puede ser una persona, ya que éste presenta los predicados constitutivos de “espíritu-inmaterial” e “infinito”, los cuales se contradicen con el predicado de “personal” que incluye los conceptos de “material” y “finito”.

    2) Decir que todas las personas son materiales y finitas se basa en el siguiente razonamiento inductivo: “Todas las personas conocidas hasta ahora son materiales y finitas. Luego, todas las personas existentes son materiales y finitas”. Análogo a las hipótesis generales que se hacen en ciencias como: “Todos los metales, conocidos hasta ahora, al calentarse se dilatan. Por tanto, todos los metales del mundo al calentarse se dilatan”.

    3) Si se me objeta que no sólo los seres humanos son personas, sino que también las empresas o personas “jurídicas” respondo que:
    a) las empresas o las organizaciones sociales son, también, sistemas materiales y finitos (aunque con algunas propiedades emergentes diferentes a las personas humanas).
    b) las entidades sociales son “personas” por “analogía” con las personas humanas, ya que éstas son los sujetos de derecho (una empresa o entidad social no existe sin personas), y la empresa se dice que es “persona” como una mera fictio iuris convencional y formal.

    4) Decir que un Dios infinito tiene conciencia es absurdo, ya que la conciencia es un atributo de seres finitos y, por tanto, no puede predicarse a un ser infinito.
    Al definirse a Dios como un ser infinito, la conciencia también tendría que ser infinita, pero si extrapolamos la conciencia al infinito ésta se distorsionaría o desaparecería dejando de ser tal conciencia; de la misma manera que si a una circunferencia le extendemos hasta el infinito su radio, ésta deja de ser circunferencia y se transforma en línea recta o bien desaparece (junto con su radio).
    Por otro lado, toda conciencia se basa en el par sujeto-objeto y es conciencia de algo externo (Husserl, Brentano) que, al limitar a la conciencia, la hace finita. Pero si Dios es infinito anegaría al objeto externo hasta hacerlo desaparecer, con lo que destruiría el par de conceptos sujeto-objeto en que se basa la conciencia, y ésta ya no sería tal.

    5) Decir que Dios tiene una conciencia inmaterial es érroneo, ya que no hay conciencia sin cerebro o estructuras neurofísicas (o soporte material en el caso de la IA o el chip soul catcher que podrían, en el futuro, albergar un estado de conciencia). La “conciencia” es un término que denota un estado neurofisiológico de la zona del lóbulo frontal, y no puede aplicarse a una entidad que no sólo carece de neocórtex, sino que carece de la más mínima estructura material como Dios.

    6) Decir que Dios tiene una conciencia atemporal es ridículo, ya que la idea de conciencia está ligada con la idea de devenir temporal; es decir, toda conciencia es temporal, ya que es corpórea, y el tiempo como devenir está en función de entidades materiales-corpóreas (como la conciencia). No hay sistema material sin tiempo, ya que éste describe el cambio o mudanza de la materia.

    Como conclusión, suponer gratuitamente que Dios es persona es:
    a) Fruto del error de extrapolar contenidos materiales de sujetos corpóreos hasta un límite contradictorio en el que se distorsionan esos contenidos y dejan de ser tales.
    b) La tendencia infantil de las mentes primitivas de los creyentes de elaborar analogismos antropomórficos o pseudoexplicaciones, en los que se le trasponen cualidades humanas a un supuesto ser que nada tiene en común con ellos, y que lo tornan contradictorio e imposible.

    Reproducido con autorización para Razón Atea.

  2. A favor de lo contrario

    jueves, febrero 09, 2006

    © Fernando G. Toledo

    Decir que Dios no existe es contrario a la fe islámica, cristiana, judía. También es contrario al deísmo y motivo de duda para el agnosticismo. Decir que ningún dios existe es contrario a la fe islámica, cristiana, judía, al deísmo y a cualquier otro culto que proponga una entidad superior a la raza humana. Decir que ninguna divinidad existe es contrario a la fe islámica, cristiana, judía, al deísmo, a los politeísmos (antiguos, presentes y por venir), al budismo, al hinduismo, al jainismo, al panteísmo, a las supersticiones. Decir que las almas no existen es contrario a la fe de la mayoría de las religiones y es contrario al buen gusto de gran parte de los habitantes de la Tierra. Decir que la fe es una mordaza, una venda, cera en los oídos y embotamiento de las neuronas es contrario a todos los que consideran que "en algo hay que creer" y que, incluso los que no creen, "en algo creen". Decir que buena parte de la teología es mitología es contrario a muchas cátedras y muchos seminarios. Decir que los textos religiosos deben ocupar, hoy, el lugar de la literatura es contrario a los propugnadores de cierta convivencia hipócrita, que pretenden que se puede asentir una concepción del mundo que incluya cosas que no pertenecen a este mundo, sino al mundo de la fantasía. Decir que la religión deshumaniza y fabrica enemigos es contrario a los soldados de la religión. Decir que desprecio toda idolatría que no sea privada, y hasta algunas privadas, es contrario a los apologetas que, nublados por su horizonte fideísta, se mienten a sí mismos asumiendo que en los ateos también hay fe, ya sea en la razón o en la ciencia. Decir que los fundamentalismos de hoy (la jihad, la fatwa, Al Qaeda), son análogos a los fundamentalismos de ayer (la Inquisición) o los actuales (condena a la homosexualidad, al preservativo, a las mujeres, al librepensamiento, a la evolución, etc.) es contrario a los negacionistas. Decir que tengo derecho a decir todo esto es contrario a la paz mundial, porque según algunos (Bush, Chirac, Ratzinger), ello ofende a quienes no opinan lo mismo que yo, aunque lo que ellos digan a mí no me ofende, y aunque me ofendiera, no quisiera matarlos. Decir que tengo derecho a decir esto, así como a dibujarlo y publicarlo en un diario danés o gritarlo en una plaza, es contrario al instinto de supervivencia, porque hay algunos que quisieran callar las palabras, desactivar internet, borrar las caricaturas, desimprimir periódicos y revistas.
    Decir que tengo derecho a decir todo esto, al parecer, es contrario a casi todo.
    Pues bien, aquí estoy: de parte de los herejes.

  3. El "sentido" del universo

    miércoles, febrero 01, 2006


    © Fernando G. Toledo
    Razón Atea

    iene sentido el universo? La respuesta puede llevarnos al abismo o al regocijo. La pregunta también: nace del desasosiego, de la esperanza y de la fugacidad. Arrojados sin aviso a esta esfera giratoria, a veces no podemos más que intentar asirnos a ella de algún modo que justifique nuestra presencia sobre su superficie. Si la pregunta aparece, las réplicas pueden ser tranquilizadoras (“a esta vida le sigue otra que no acaba”) o devastadoras (“sólo se vive una vez”). Cabe entender qué prefiriría uno creer si fuera posible elegir. Y eso sucede: podemos elegir. A riesgo, claro, de desinteresarnos por la validez de la respuesta. En ese desinterés se encarna lo religioso.
    La idea de que sólo la religión puede otorgar sentido al universo adolece de varios errores. El primero es la falacia de composición: el universo (todo lo existente) tiene sentido porque (por ejemplo) cierta vida tiene sentido. Pero “el universo” es una categoría lógica y otorgarle la propiedad de sus elementos sería idéntico a, para seguir a Bertrand Russell, decir que como los hombres tienen madre, la humanidad también la tiene. El universo no es un ente real, sino sólo un concepto, el concepto de un todo y no puede cumplir la función de uno de sus elementos.
    Pero junto a ese error de base se alza el que pretende animar a ese universo con un sentido pretederminado. Se alega que si no hubiera un Dios, seríamos como carros sin rumbo. Vaya utilitarismo el del Altísimo: ser legitimador del hombre, establecer con él una simbiosis sin la cual uno es nada si no está el otro. Es célebre la apreciación del deísta Voltaire: “Si Dios no existiera, habría que crearlo”. Menos conocida, pero no menos cáustica es la respuesta de Bakunin: “Yo invierto la frase de Voltaire, si Dios existiera, habría que abolirlo”. Da igual. Es evidente que la idea de que “sin Dios nada vale” (¿al dios de qué religión nos referimos?) está bien refutada por la cantidad de ateos en el mundo, los cuales vivimos “sin Dios”. Ello no nos impide despositar, si es necesario, “el sentido” en las más diversas cuestiones: el arte, el amor, el dinero, el placer, la familia, el juego, la amistad, el trabajo, el sexo, la lectura, &c. Dios, en definitiva, es completamente innecesario y apenas el nombre de todo lo que ignoramos. Sí: somos carros sin rumbo, y ésa es la aventura.
    También se afirma que es la vida eterna, prometida por muchas religiones, la que otorga la razón de ser al universo. Aquí, la combinación de vida y conciencia de sí confunde los términos. La muerte, fin de la vida consciente, se aparece como un abismo que pone en crisis, para el hombre, toda su biografía. Resulta curioso que, sobre todo desde la soteriología, el vértigo lo provoque la muerte y no la inmensa oscuridad previa a la vida. Antes de vivir, la nada. Después de vivir, la nada. Pero la simetría no es atendida, y la muerte, por estar a continuación de la vida, estimula el vicio de proponer que el pulso de nuestro corazón le ha ofrecido al universo un aporte también vital. Estulticia. La “vida después de la vida” es una petición de principio y elude cualquier prueba para sostenerla como posible. Es el miedo a la muerte y al olvido lo que da nacimiento a estas ficciones. En contra del pensamiento religioso, el ateo considera que la vida consciente es una sola, y la única posibilidad de vivir más allá de la muerte es ser, por ejemplo, alimento de los gusanos. Ya que del polvo venimos y al polvo volvemos, pero sólo una vez nos enteramos.
    Por último, la concepción religiosa occidental propone al hombre como justificador del universo y es entonces cuando hace su (re)ingreso el vicio antrópico. Esa fiebre ególatra, la misma que quizá alimentó -junto al fundamentalismo religioso- el Almagesto ptolemaico, da por resultado una entronización del supuesto papel humano en el mapa de todo lo que existe. La noción del hombre como (quizá) el único ser inteligente del orbe, ayuda a esta idea: los seres humanos tienen autoconciencia y conciencia del otro, y por ello, sin él, nada tiene “sentido”. Pero claro: es que el sentido siempre es otorgado por los hombres. Por cada uno de ellos. Por el individuo.
    De otro modo, sino, aparece la confusión entre finalidad y funcionalidad, que conlleva a pensar que el sol está para iluminarnos o que la Tierra tiene el tamaño justo para albergar vida, cuando es al revés: es la vida la que se adapta al contexto de un mundo de este tamaño, con esta luz, y con estas condiciones geológicas. Es el hombre el que le da a una piedra la función de ser un arma para matar animales, y no la piedra la que está puesta en el suelo sólo para ser usada por nosotros, ya que si no atináramos jamás a encontrarla, la piedra igual seguiría allí.
    La conclusión de un creyente sería muy simple: “creo que el universo es absurdo sin el hombre”. Esa creencia cumple una doble función: ser el alivio ante el espanto de lo efímero, y surtir a la divinidad con una intencionalidad, la de ponernos en esta pequeña mota de polvo a vivir nuestra vida.
    Pero no es cuestión de creer. El universo tiene -poco más, poco menos- 15 mil millones de años. La Tierra, unos 4.600 millones. El origen de la vida fósil en este planeta, cerca de 4.000 millones. Mucho después de eso (hace 2.000 millones de años la evolución “inventó el sexo” para nuestra reproducción, y habría que estar agradecidos), hace menos de 10 millones de años, aparecieron mamíferos que se parecían muchísimo a nosotros, los humanos. Pero nuestra especie, propiamente dicha, lleva andando sólo un puñado de millones.
    ¿Qué surge de todo ello? Que el universo es indiferente a nosotros, de lo cual dan prueba la acumulación de segundos, minutos, horas, días, meses, décadas, siglos, milenios y millones de años que estuvo sin nosotros. Eso sin contar el tiempo, frío y desmesurado para nuestra conciencia, que podrá transcurrir si nos extinguimos como raza (lo cual puede pasar de hoy para mañana si estallan una veintena de las bombas nucleares que el mismo hombre ha construido). Es, si no absurdo, sí presuntuoso suponer que el universo nos estaba esperando ya que pudo y podrá prescindir tanto tiempo de esta ínfima especie.
    Sí: la única manera de que “signifiquemos algo” para este universo es creerlo de esa manera. Yo mejor no creo nada: digo lo que deduzco de lo evidente. ¿Qué deduzco? Que vamos hacia ningún lugar porque éste es el único lugar. Que aquí estamos por casualidad, pero podríamos no estar: y el resto sería más o menos igual. Que lo que nos rodea (Tierra, cielos, naturaleza, mundo) no está allí para servirnos, porque, también, si nosotros no estuviéramos, nada cambiaría demasiado. Que no hay un motivo, una razón, un sentido por fuera de nuestros motivos, nuestras razones, nuestros sentidos.
    Detrás de la ventana hay un árbol repleto de ciruelas: allí estarían, aunque no hubiese nadie que las quisiera comer.

  4. © Pelayo García Sierra (*)

    La “persona pública”, el héroe político por ejemplo, encontrará el sentido de su vida en el contexto de las grandes configuraciones sociales dadas en su pueblo, o en la humanidad; la “persona privada” encontrará el sentido de su vida en el contexto de otras personas invididualizadas con nombre propio. En ningún caso cabe a priori inclinarse por una u otra alternativa suponiendo, por ejemplo, que es más “pleno” el sentido de una vida individual “consagrada” a la vida social, al Estado, a la ciencia o a la Humanidad, que el más “humilde” sentido de la vida que se mantiene exclusivamente en el recinto de su inmediata vecindad. La aparente mayor trascendencia de lo primero quedaría compensada por su indeterminación.
    (…)
    La idea del sentido de la vida suele ir referida a la totalidad de sus partes (…). El sentido límite de la vida aparece en el momento en el momento de la totalización y esta totalización equivale puntualmente (puesto que no cabe concebir un todo sin partes) a un entretejimiento de unos sentidos particulares con otros sentidos particulares. Sólo en función de un tal entretejimiento parece que podría hablarse de un sentido global (…), el que anuda a los demás sentidos, coordinando o desgarrando los sentidos particulares. El sentido global de la vida, así analizado, se cruza con la idea de religación, hasta confundirse con ella (…).
    Lo esencial para que se mantenga el concepto de religación [nexo o relación (trascendental) de alguna entidad dada (acción, proceso, incluso sustancia) con otras entidades] es que el sujeto de la misma (…) sea la naturaleza viviente, o dicho de otro modo, que el sujeto religado sea la vida humana. Y recíprocamente, en general, que la vida humana, si tiene sentido, es porque es una realidad religada.
    (…)
    Algunos (…) han intentado, movidos por intereses ideológicos confesionales, utilizar la idea de religación para definir filosóficamente religión en cuanto dimensión trascendental del ser humano, aprovechando la etimología tradicional que enseñaron Lactancio y otros, según la cual religio significa religatio (…): “la religión es la que confiere a la vida humana su sentido, su religación” (sobreentendiendo, desde luego, que “religion” significa “religación del hombre con Dios”).

    (A) Aunque pueda afirmarse que la religión es una forma de religación, de ahí no se infiere que la religación sea siempre religiosa.

    (B) Aunque pueda defenderse la tesis de que la religión es una religación, sin embargo, es gratuito entender la religación religioso como religación entre el hombre y Dios (el Dios “terciario”).
    Más aun, esta religación es absurda en cuanto fundamento de una religación positiva, y ello sin perjuicio de la etimología que suele atribuirse convencionalmente al término religión; que por lo demás (si nos atenemos a la definición de Festo) ni siquiera significaría (…) una religación estricta entre entindades vivientes o personales, sino una religación o atadura entre cosas impersonales (…). El término religatio aludiría a ciertos nudos de paja (…).


    (*) Del Diccionario filosófico (paráfrasis de las teorías de Gustavo Bueno).

  5. © P. García Sierra (*)

    Sentido de la vida humana en cuanto vida personal

    El sentido de la vida hay que atribuírselo al individuo, pero sólo en función de la persona. La persona será la resultante de los múltiples patrones de la vida social y cultural que actúan sobre cada individuo, «moldeándolo» como persona, a la manera como el individuo es la resultante de los múltiples genes que interactúan en el cigoto del cual procede. Pero así como carece de todo sentido biológico el decir que el individuo está prefigurado en los gametos generadores (tomados por separado), así también carece de sentido decir que la persona está prefigurada en los componentes culturales y sociales o en las personas que van a moldear al individuo. Tenemos que afirmar que la vida del individuo carece propiamente de sentido espiritual (moral) y que el sentido de la vida sólo puede resultar (si resulta) de la misma trayectoria biográfica que la persona ha de recorrer. El sentido de la vida no está previamente dado ni prefigurado, ni puede estarlo, puesto que le es comunicado a la vida por la propia persona, a medida que ella se desenvuelve. La tesis de la imposibilidad de derivar del individuo humano el sentido de una vida personal equivale a la tesis de la multiplicidad de sentidos virtuales que es preciso asignar constitutivamente al individuo humano. Dicho de otro modo: si de este migma de sentidos virtuales va a resultar una trayectoria capaz de definir el sentido de esa vida (en el conjunto atributivo de las otras personas) será porque el sentido real es el sentido de la trayectoria «victoriosa» entre las otras trayectorias virtuales o posibles que el individuo puede haber seguido. Toda determinación (o actualización de un sentido conferido a una vida) es una negación, una renuncia o una huida de otros sentidos posibles. Por ello, el concepto de sentido de la vida es un concepto dialéctico, puesto que él no puede ser solamente definido por lo que es, sino por lo que ha dejado de ser, por las otras virtualidades que constituyen su «espacio de libertad». Hay, sin duda, una indeterminación de raíz y, por ello, los sentidos más profundos de la vida tienen siempre algo de oculto, de inesperado e incluso de enigmático y contradictorio con otras posibles líneas de sentido. En todo caso, el sentido de una vida no está asegurado a priori, sino que sólo puede ir resultando del proceso de la vida misma. Una vez más recorreremos la metáfora teatral y, volviendo de nuevo al origen del propio término persona, diremos que el sentido de la vida personal sólo puede ser escrito por el propio actor que se pone la máscara (persona trágica) para salir a escena: un actor que es, por tanto, autor y que, como tal, puede ofrecer un texto original, interesante, vulgar o un simple plagio.



    Sentido de la vida como proceso interno a la vida

    El sentido de la vida no es algo que pueda considerarse como una magnitud impuesta de antemano a cada vida particular o a su conjunto, es algo que va resultando de la acción de los propios actos vivientes, algo que está haciéndose y no siempre de modo armónico o suave sino conflictivo, crepitante, como resultado de procesos, a la vez prolépticos y aleatorios, que implican necesariamente «desviaciones» erróneas (que sólo retrospectivamente cabe establecer) y «rectificaciones» de los errores según un sentido determinado. Por ello, podremos reconocer la posibilidad de situaciones en las cuales los sentidos se neutralicen y la resultante se haga nula: la vida perderá su sentido o se convertirá en un contrasentido, no ya por falta de sentido sino por superabundancia de sentidos incompatibles en una proporción tal que rebase el punto crítico. Es la situación que describimos como la situación del «individuo flotante». Algunas personas, al llegar «a su madurez», consideran como un gran descubrimiento (terrible acaso, o, al menos, «profundo») el caer en la cuenta de que «la vida no tiene sentido», es decir, que no tiene sentido por sí misma. Pero este descubrimiento no tiene mayor profundidad que el que consistiese en caer en la cuenta de que la «vida auténtica» no tiene un guión previamente escrito, ni es más terrible que caer en la cuenta de que la vida no tiene tejado. ¿Por qué habría de tenerlos? Concluimos diciendo que, más exacto que afirmar «que la vida no tiene sentido», como si se hiciera con ello un «terrible descubrimiento» (sólo comprensible si se parte del supuesto de que la vida «debiera tener un sentido» predeterminado) es afirmar que la vida tiene múltiples sentidos y, sobre todo, múltiples pseudosentidos (los que le atribuyen los iluminados, los fanáticos, los profetas y los salvadores de la Humanidad). Y, sobre todo, que debemos alegrarnos de que la vida no tenga sentido predeterminado: no es éste un «descubrimiento terrible», sino, por el contrario, «tranquilizador». Pues si efectivamente nuestra vida tuviera un sentido predeterminado (que debiéramos descubrir), tendríamos que considerarnos como una saeta lanzada por manos ajenas, es decir, tendríamos que tener de nosotros mismos una visión que es incompatible con nuestra libertad. Y esto debiera servirnos también de regla para juzgar el alcance y la peligrosidad de esos profetas o visionarios que nos «revelan» nada menos que el sentido de nuestra vida, como si ellos pudieran saberlo. Sólo podemos considerarlos como fanáticos, como impostores, o simplemente como estúpidos, aunque no sea más que por buscar el apoyo de su propia personalidad en la estupidez de quienes creen en ellos.


    (*) Del Diccionario filosófico (paráfrasis de las teorías de Gustavo Bueno).