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  1. Después del fracaso

    miércoles, abril 25, 2007

    © Fernando G. Toledo


    El diálogo pudo leerse recientemente en el Blog de Antonio Piñero, dedicado al estudio del Jesús histórico. Un lector planteó al profesor un interrogante que también se ha suscitado en esta página, a partir del artículo precedente, Jesús y la inminencia del Reino. La pregunta podría resumirse así: «¿Como y por qué se fraguó entre los seguidores del predicador galileo, tras su muerte, la idea de resurrección?».

    El comentarista, bajo el nombre de Emérito Augusto, plantea una hipótesis que se conecta con la que he expresado en aquel artículo y en los comentarios subsiguientes: que ante el espantoso fracaso del Monte Calvario, los discípulos buscaron superar esa decepción mediante la formulación, desesperada, de que Jesús (a quien creían el Mesías que iba a salvar a Israel) había vencido a la muerte. O, como resume el comentarista:

    El grupo (secta) de los «nazarenos» (todavía no eran «comunidad cristiana») son perseguidos por ser discípulos del «impostor crucificado». En esa persecución a muerte (mártires) se «recuerda» la idea la «resurrección» que por entonces, todavía no era «doctrina oficial judía» (pregunta saducea a Jesús). «Dios premia al justo» y lo «exalta», lo «resucita». Si los mártires no resucitan, ¿cómo podría Dios cumplir con la «justicia»?
    A partir de esta idea, se van sucediendo en los discípulos experiencias místicas personales y comunitarias que dan pie a la «creencia» real de la resurrección de Jesús fundamento de la fe. «Si Cristo no ha resucitado nuestra fe es una necedad».

    Antonio Piñero termina de perfilar el problema con su respuesta:

    También a mí me parece ésta la pregunta clave. Es plausible [esa] hipótesis. Sólo añadir que la idea de que los justos en general van a resucitar (y cuánto más si son mártires) empieza –al parecer– a bullir en ciertos ambientes apocalípticos muy pronto en Israel. Los textos más comúnmente citados son Ezequiel 37, 1-14, Isaías 26., 19 y Daniel 12, 2ss, aparte de algunos textos más bien obscuros de Qumrán que comentan un posible surgimiento del Siervo de Yahvé (Is 53, 11) en 1QIs, textos a y b.
    La efervescencia de una comunidad apocalíptica, como era la de los nazarenos, en sus primeros momentos debía ser intensísima. Sentir que Jesús seguía vivo en medio de ellos debía ser la experiencia inicial. El modo de expresarlo era afirmar que «había resucitado». La firme creencia en esa experiencia genera más tarde las historias de las apariciones. Pero nunca podremos saber exactamente el cómo.

    Ver: Jesús y la inminencia del Reino y Cruz y ficción. Además: El arquitecto del cristianismo.

  2. Jesús y la inminencia del Reino

    miércoles, abril 18, 2007


    © Fernando G. Toledo
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    a distancia entre el Jesús histórico y el Cristo de la fe queda denunciada en el mensaje que el visionario galileo proclamó con la urgencia de lo irrevocable. Es que, ya no es serio albergar demasiadas dudas a este respecto, el Jesús de la historia fue «un judío fiel y nunca dejó de serlo» (Aguirre, 2002). Un galileo que presenció el sometimiento de Israel bajo el yugo de los romanos y por ello se convirtió en el consternado predicador del triunfo final de su pueblo, el elegido de Yahvé.

    La muerte de Jesús obligó a sus seguidores, tras el desbande inicial, a reformular la creencia de que era el Mesías davídico liberador de Israel (cf. Lc 24:21). Por eso es que la primera comunidad judeocristiana, la Urgemeinde –primera Iglesia de Jerusalén–, intentó resolver la ruina del Monte Calvario con la predicación de que su profeta había resucitado. Contra lo que pudiera imaginarse, esta afirmación no era nueva ni sorprendente para la mentalidad judía de hace 2.000 años (Crossan, 2003). Así, la ejecución de Jesús fue presentada como la de un siervo que se sacrifica para la salvación del pueblo de Israel, tal como estaría previsto por las Escrituras (cf. Isaías 40 a 55). Esa versión de la resurrección será la que sostendrá en los albores del cristianismo Santiago, hermano de Jesús, y sus acólitos (Tresguerres, 2006). «Sólo, y no más que hasta cierto punto, la iglesia original de Jerusalén acogió por un corto espacio de tiempo las exigencias de esta ética improrrogable, a juzgar por el testimonio de Hechos 2:44-46, 4:32-37 y 5:1-ll», apunta Gonzalo Puente Ojea (2000).


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    Sin embargo, un personaje particular iba a trastocar para siempre el rumbo de la predicación de Jesús, tergiversándola gravemente, para que el referente histórico cediera paso al Cristo mítico. Ese personaje es Saulo de Tarso, quien primero persiguió a los sectarios del nazareno pero que luego desfiguró la prédica de éstos, influencias helénicas y semíticas mediante, proponiendo y difundiendo la escandalosa aunque eficaz idea de que Jesús era también divino y que había resucitado al tercer día para salvar a la humanidad entera, no sólo a los judíos (ya que sólo podía haber un Dios y para todos).

    En ese viraje estaba ya el germen del Jesús-Cristo divino, cincelado en las epístolas del tarsiota, pero consagrado finalmente debido a un hecho fortuito: la destrucción del Templo a manos de Vespasiano en el año 70 DNE (Tresguerres, 2006). Dicha catástrofe impondrá al Mesías paulino: el salto del Jesús de la historia al Cristo de la religión estaba así dado, y la inercia de esa acción acabaría con la composición del primer evangelio: Marcos.

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    El influjo de Pablo y su furiosa prédica, detallada profusamente en las Epístolas y en los Hechos escritos por su discípulo Lucas, convierten al evangelio de Marcos en un singular documento de la transformación definitiva de aquel galileo que ve llegar con urgencia el Reino de Dios (para Israel) en Cristo-Dios (universal). Esa transición precipita en este escrito donde la transmisión oral de los dichos de Jesús (Guijarro, 2002-2003) se mezcla con el cauce paulino, fundiendo la construcción teológica con las palabras diluidas del referente humano original, en una tarea que se repetirá, como un eco magnificado, en los otros dos evangelios sinópticos y en el definitivamente teologizado relato de Juan.

    Los evangelios son, así, un tanto por ciento de historia y otro tanto por ciento de teología y política. La tarea entonces que ocupa a los «cazadores» del Jesús histórico es, dado el paso de admitir la alta probabilidad de la existencia de un hombre real detrás de los textos, descubrir cuáles son las palabras de Jesús y cuántas las que se les adjudica tras el ropaje de Cristo.

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    Las palabras iniciales que Jesús pronuncia en Marcos dejan asentadas con la suficiente claridad el carácter imperioso de su mensaje. Sin embargo, sobre esa limpidez pesan toneladas de cirugías teológicas y maquillajes apologéticos, con los cuales el cristianismo, desde san Pablo, ha transformado el mensaje de este profeta judío, fiel a la ley mosaica y convencido de la inminente salvación de Israel. Jesús parece estar gritando en su primera aparición en Marcos:

    «Se ha cumplido el tiempo y el Reino de Dios es inminente» (Mc 1:15, y su paralelo en Mt 4:17).

    En palabras de José Ramón Esquinas Algaba, la predicación del Reino «no es más que Yahvé actuando de forma definitiva en la Historia de su pueblo Israel para llevarle la salvación», pues «el Reino supone la irrupción del dios ternario que con su acción expulsa de su territorio (…) al resto de los númenes secundarios que no le son afectos» (Esquinas, 2006).

    Pero la escatología inminente del judío Jesús (Guijarro, 2002-2003) choca frontalmente con la leyenda bimilenaria de Cristo, fuente indigna de una de las religiones más difundidas del planeta, y además de provocar la fractura entre judaísmo y cristianismo (Puente Ojea, 2003), resulta una de las más espinosas contradicciones que afrontan los evangelios, no sólo entre sí, sino dentro de sí. Pasar de Marcos a Juan, andando Mateo y Lucas, permite ver perderse en la bruma al Jesús de la historia y recorrer a cambio los rasgos del Cristo construido. Esa premura y radicalidad que el predicador galileo deja oír siguen resonando, por ejemplo, en Mc 10:21-25. Allí mismo, Jesús da instrucciones perentorias:

    «una sola cosa te falta: vete, vende cuanto tienes y dalo a los pobres, y tendrás un tesoro en el cielo; luego ven y sígueme. Ante estas palabras se nubló su semblante y se fue triste, porque tenía mucha hacienda. Mirando en torno de sí, dijo Jesús a sus discípulos: ¡Cuán difícilmente entrarán los ricos en el Reino de Dios! Los discípulos quedaron espantados al oír esta sentencia. Tomando entonces Jesús de nuevo la palabra, les dijo: “Hijos míos, ¡cuán difícil es entrar en el Reino de los cielos! Es más fácil a un camello pasar por el ojo de una aguja que a un rico entrar en el Reino de Dios”» (cf. Mt 19:16-26, Lc 18:18-27).

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    Mas la ética de Jesús iba atada a una política de revuelta contra la dominación de Roma. Así como la predicación moral involucra el respeto a su ley (cf. Mc 12:28-31 y Lev 19:18) junto con ciertas «novedades» (Lc 10:29-37), su carácter popular, como sanador y predicador, debió de despertar también un doble recelo: entre la jerarquía judaica (el Sanedrín) y la administración romana. Es históricamente plausible que Jesús fuera considerado peligroso tanto por la aristrocracia sacerdotal como por la prefectura de Roma, y eso se desprende de los mismos evangelios, incluso limpiándolos de todas las teologizaciones en torno a ambos conflictos. Como explica Puente Ojea, «Jesús se oponía resueltamente a la dominación romana. Es éste el punto más tenazmente disimulado o falseado por Pablo y los evangelistas. Los escritores eclesiásticos habían perdido contacto con la empresa real y el pensamiento genuino del Nazareno, que se caracterizó por una hostilidad radical a los paganos y apóstatas, y a cuantos apareciesen como confabulados contra su ministerio público» (la «raza de víboras» contra la que clama Juan el Bautista).

    Admitido que, como explica Rafael Aguirre (2002), «la proclamación del Reino de Dios tenía necesariamente una resonancia de crítica política y de denuncia de la teología imperial que no podía dejar indiferente a los romanos», es razonable concluir que «la decisión de crucificar a Jesús fue tomada por el prefecto romano [Poncio Pilato], como lo indica el uso de la cruz, que era un patíbulo romano». Pero bajo esa luz, también es que deben leerse otros fragmentos evangélicos, incluso aquéllos que no obstante el falseo propio de la tarea de sus teólogos-compositores, son utilizados con frecuencia en la línea del Cristo de la fe y a contramano del Jesús de la historia. Un caso ejemplar es el del episodio de la mujer gentil que pide al profeta que cure a sus hijos.

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    Marcos (7:24-30) cuenta que en medio de su predicación, Jesús parte a un territorio gentil, Tiro, y allí protagoniza una escena singular. Quizá en busca de descanso en su clímax de popularidad, el predicador entra a una casa donde es reconocido por una mujer «griega, siriofenisia de nación», quien le ruega que eche «fuera de su hija al demonio». El galileo ofrece allí una irrefutable declaración sobre quiénes han de ser los destinatarios de su mensaje y los beneficiarios del Reino de Dios.

    «Jesús le dijo: “Deja primero hartarse los hijos, porque no es bien tomar el pan de los hijos y echarlo a los perrillos”. Y respondió ella, y le dijo: “Sí, Señor; pero aun los perrillos debajo de la mesa, comen de las migajas de los hijos”. Entonces le dice: “Por esta palabra, ve; el demonio ha salido de tu hija”».

    Como explica claramente Puente Ojea (2000), «el sentido de toda la perícopa es diáfano: los perros (apodo de los gentiles en el lenguaje coloquial judío) no poseen títulos propios como destinatarios del Reino anunciado. El exorcismo en favor de la niña cananea se ejecuta como una concesión personal ante la insistencia y la espontánea fe de su madre. Los hijos son los judíos, a quienes hay que dejar hartarse antes de ceder las migajas de su pan a los gentiles, a los que se alude con un término relegatorio y despectivo: son los perros que “debajo de la mesa comen de las migajas de los hijos”».

    El paralelo de este pasaje en Mateo parece anunciar el modo en que subraya Jesús la inminencia de su mensaje. Este evangelista precede el diálogo de la mujer con una aclaración de Jesús: «No soy enviado sino a las ovejas perdidas de la casa de Israel». ¿Por qué el Nazareno no es aquí consecuente con el supuesto carácter universal de Cristo? ¿No correspondía, acaso, anunciar que estaba aquí para «salvar a todos los hombres, de todo el mundo, sin distinción de razas»? Es un incidente que, bajo su carga teológico-política, desnuda la trayectoria del salto de Jesús a Cristo universal paulino. Y por la alta probabilidad de autenticidad del episodio, junto a todos los que en los evangelios aún dejan oír al hombre de la historia, queda claro que «Jesús predicó a su pueblo la inminencia del Reino mesiánico, emplazándolo a una reconversión radical desde el corazón para vivificar el significado de la Ley y su pleno y sincero cumplimiento. Sin alterar ni una tilde de la Ley (Mt 5:17-18), pedía la inmediata entrega existencial a Dios en humildad y obediencia.» (Puente Ojea, 2000).

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    Justo es decir que hay una línea de exégetas actuales (el Jesus Seminar, Crossan, incluso el mismo Aguirre) que interpretan la predicación del reino de Dios de un modo que desactiva, al menos en parte, el sentido de inminencia que se hace patente en los evangelios y que, tal como lo situó Reimarus desde su modélica investigación, permite entender la esperanza y la religión del galileo. Aguirre opina que para Jesús el Reino de Dios «no sólo está cercano, sino que, de algún modo, está ya irrumpiendo en el presente» (2002), rechazando cualquier índole apocalíptica. De este modo Jesús habría pensado la manifestación futura del Reino de Dios «como algo intrahistórico, que afectaría de forma inmediata a Israel, y probablemente no habló del fin del mundo o, como suelen decir muchos exégetas, de una parusía inminente. Por eso la radicalidad moral de Jesús no se debe a que sea una ética del interim, es decir unas exigencias extraordinarias sólo comprensibles porque se piensa que el tiempo va a ser muy corto y el mundo se acaba, sino que es la moral de la alternativa social, los valores que expresan la aceptación histórica del Reinado de Dios» (Aguirre, 1996).

    La conclusión no parece del todo acertada, en especial si uno tiene en cuenta, como reconoce el propio Aguirre, que «sí es cierto que en la comunidad pospascual se desencadenó muy pronto una gran tensión escatológica y se apocaliptizó fuertemente el mensaje de Jesús. En esta comunidad el Reino de Dios futuro se equiparó con la parusía del Señor y se elaboró toda una teología sobre el hijo del Hombre futuro, ajena al pensamiento de Jesús» (1996).

    Si convenimos que los seguidores del profeta galileo acomodaron en gran parte su mensaje (ya sea por modificarlo, por descontextualizarlo o por inventar dichos y hechos), no tendríamos razones para entender por qué entonces persisten en los evangelios la urgencia y el apocalipsis que favorecerá a Israel, tanto en las palabras de Jesús como en las del Bautista, quien es capaz de advertir con furia: «Raza de víboras, ¿quién os ha enseñado a huir de la ira inminente?». Inminencia e ira, dos palabras que en los evangelios, cuando de estos judíos íntegros se trata, ponen la mirada claramente en el Viejo Testamento, cuando«se describe el juicio de Dios que borrará definitivamente el mal de la faz de la tierra (cf. Is 13, 9; Sof 1, 14-16; Ez 7, 19, donde se asocia a la expresión “el día del Señor”)», tal como puntualiza Fernando Bermejo en El blog de Antonio Piñero (11 de abril de 2007).

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    Una vez tendida e infundida la tergiversación eclesiástico-evangélica, el mensaje de predicación inminente se ve tan acuciado por la versión del Cristo resurrecto y fundador de la Iglesia, que no es extraño hallar que, ante el avance de los estudios sobre el Jesús histórico, la tarea teológica intente imputar a cierta endeblez comprensiva de la comunidad cristiana primitiva la versión del Jesús de la inminencia. Al invertir los términos, se pretende descontextualizar las prédicas del advenimiento inmediato en pos de la versión «eclesiástica». Es, digamos, el típico salvavidas teológico. Pero es un salvavidas de plomo. El «contexto» en que han de leerse las palabras de Jesús sobre el Reino no es, por ejemplo, el corto espacio del ominoso relato marquiano, sino el complejo entramado textual cosido al no menos tupido telar histórico que cubría a los redactores testamentarios, munidos de unidades transmitidas oralmente con las que había que construir urgentemente un mensaje que resolviera el terrible fracaso del Gólgota. Así, es absurdo excepto desde la febril apologética, la distinción, por ejemplo, entre «términos proféticos» y «términos reales» de la prédica. Lo que hay que distinguir es entre la mirada de Jesús (al futuro inmediato) y la de los evangelistas (al futuro reinterpretado «salvíficamente»). Y los evangelios, como se ha mostrado, están tachonados de la visión de inminencia que el galileo estaba gritando. Una cita que no tiene ambigüedades es la de Mc 13:30-31: no va a pasar esta generación antes de la venida del Reino. Por eso el extasiado profeta no habla de «siglos» ni «tiempo», ni siquiera de «generaciones venideras». No: es ésta la generación que presenciará la llegada del reino de David. Como se ha dicho, a pesar de que las cláusulas posteriores, diríase «post pascuales», intentan atemperar el inconfundible mensaje (Mc 13:33), sin dudas ante el espanto por la caída en la cruz, sin embargo se cuela el sentido original: hay que velar, el Reino viene de repente y puede encontrarlos dormidos. Como expresara Albert Schweitzer: «En el discurso a los discípulos Jesús les ha anunciado los dolores del parto del Reino naciente. En la parte descriptiva muchos puntos dejan ver, quizás, las huellas de una época ulterior. Pero esto no cambia en nada el carácter general del discurso. No se trata de señalarles una línea de conducta en lo que concierne a su actividad después de su muerte; no hay una sola palabra histórica que venga a apoyar esta suposición. El alba del Reino es precedida por los dolores del parto. Por lo tanto, el anuncio victorioso de la llegada inminente del Reino debe entrar en esa perspectiva. De allí esa mezcla incomprensible de optimismo y de pesimismo. Es el mismo signo bajo el cual se reconoce toda concepción del mundo, toda Weltanschauung escatológica» (Schweitzer, 1906, por la trad. 1967).


    Fuentes:

    Aguirre, Rafael. «El Jesús histórico a la luz de la exégesis reciente», en Iglesia Viva Nº 210 (Valencia, 2002).

    «Aproximación actual al Jesús de la historia», en Cuadernos de Teología Deusto, nº 5 (Bilbao, España, 1996).

    Bermejo, Fernando. «Juan y Jesús, predicadores del fin inminente», en El blog de Antonio Piñero, abril de 2007.

    Crossan, John Dominic. El nacimiento del Cristianismo. Buenos Aires, Emecé, 2003.

    Esquinas Algaba, José Ramón. «Jesús de Nazaret y el repudio», en revista digital El Catoblepas Nº58, diciembre de 2006.

    Fernández Tresguerres, Alfonso. «De Jesús al cristianismo», en revista digital El Catoblepas Nº50, abril de 2006.

    Guijarro Oporto, Santiago. El Jesús histórico, curso digital de la Universidad Pontificia Salamanca (2002-2003).

    Puente Ojea, Gonzalo. El mito de Cristo. Madrid, Siglo XXI, 2000.

    Opus minus. Madrid, Siglo XXI, 2003.

    Schweitzer, Albert. El secreto histórico de la vida de Jesús. Buenos Aires, Siglo XX, 1967.

    Toledo, Fernando G. «Cruz y ficción», en portal digital Razón Atea, abril de 2006.

    Ver también: Cruz y ficción.

  3. El Papa demuestra su involución

    jueves, abril 12, 2007

    Esto no deja de ser una buena noticia. Al parecer, a Joseph Ratzinger le preocupa, y mucho, la falsabilidad de las teorías. Aunque evidencie ignorancias fundamentales (léase este adjetivo en todos sus sentidos), el mundo espera ahora que aplique las mismas exigencias a las retorcidas creencias en que se funda el Estado que preside:

    El Papa subraya en un libro las insuficiencias de la teoría de Darwin

    Berlín, abril 12 (AFP-NA) - El papa Benedicto XVI subraya las incoherencias de la teoría de la evolución de Darwin que, a su juicio, deja sin resolver cuestiones fundamentales sobre el origen del hombre, si bien alaba el papel de la ciencia en el progreso de la razón, en un libro publicado en Alemania.
    «La teoría de la evolución no es demostrable empíricamente, puesto que es imposible meter en el laboratorio a 10.000 generaciones», indica el Papa en esta obra titulada Creación y evolución, que recoge una conferencia que el Pontífice dio en septiembre de 2006 en su residencia de verano de Castel Gandolfo (Italia).
    «La verosimilitud» de la teoría de Darwin «no es igual a cero, pero tampoco a uno», puesto que deja "muchas cuestiones abiertas", recalca.
    «Estimo importante subrayar que la teoría de la evolución implica cuestiones que atañen a la filosofía y que van más allá de la ciencia», escribe el Papa.
    Charles Darwin, biólogo británico (1809-1882), desarrolló la primera teoría del mecanismo biológico de la evolución, basada en la selección natural que explica la diversificación de la vida a través de un lento proceso de modificación y adaptación.

  4. Vida de Jesús

    martes, abril 03, 2007



    Breve recordatorio de los misterios y oscuridades que rodean la figura histórica de Jesús


    © Alfonso Fernández Tresguerres
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    Mucho se ha hablado (y se continúa hablando) acerca de si Jesús tuvo o no hermanos, pero no es fácil determinar si tuvo hermanos alguien que no se sabe exactamente quién fue. Los datos históricos que sobre él conocemos son, en efecto, muy escasos. No sabemos con certeza prácticamente nada de su vida: ni siquiera las fechas precisas de su nacimiento y de su muerte. No debe, pues, extrañarnos que Strauss propusiera una interpretación simbólica, más que histórica, de Jesús.

    Las noticias que sobre él nos proporcionan los historiadores antiguos son escasísimas, por no decir nulas. El historiador judío Flavio Josefo sólo hace, en su celebrada obra, una breve referencia a Jesús (e incluso se sospecha que ese pasaje fue añadido mucho después); y eso que su padre (el de Josefo) tuvo que ser testigo de todos los milagros del Maestro. Mas en vano buscaremos en la crónica del historiador judío la menor alusión al decreto de Herodes, a los magos o a la estrella que los guió (andando el tiempo, Francisco Suárez se preguntará qué pasó con el oro de aquellos); nada tampoco del oscurecimiento del cielo el día de su muerte y ni una palabra sobre su resurrección. En los historiadores romanos son nulas, asimismo, las referencias a tales acontecimientos, y eso que resulta fácil comprender lo verdaderamente prodigiosos que habrían sido aquellos sucesos acaecidos durante el reinado de Tiberio. Tácito, Suetonio o Plinio no dan sino algunas informaciones vagas y breves, y ello para decir simplemente que era común la creencia de que Jesús había sido un personaje histórico. Tácito, por ejemplo, habla de un Cristo ajusticiado en tiempos de Tiberio, y se refiere a las circunstancias que rodearon su muerte como un conjunto de supercherías que acabaron por llegar a Roma. Los famosos Rollos de Qumram no dicen ni una sola palabra de Jesús. Y el Talmud poca cosa: simplemente que era de Nazaret. Tal parece, como escribiera Voltaire, que: «Dios no quiso que estos acontecimientos divinos los escribieran manos profanas (que) Dios quiso envolver con una nube respetable y oscura su nacimiento, su vida y su muerte».

    En cuanto a los testimonios propiamente cristianos, hay que decir que son muy tardíos: las Cartas de San Pablo se fechan después del año 50, y los Evangelios aun son posteriores, aproximadamente de finales de siglo. Por lo demás, estos testimonios cristianos están escritos, en su mayor parte, por gente que no conoció a Jesús. Así, de los tres evangelios sinópticos el primero es el de Marcos, que ni fue apóstol ni trató al Maestro, y que seguramente se limita a contar cosas oídas a Pedro. Por su parte, Mateo y Lucas parecen seguir a Marcos, y en cuanto a Juan ni siquiera se sabe quién pudo haber sido. San Epifanio, por ejemplo, no reconoció tal evangelio (lo cual, a lo que se ve, no constituyó un obstáculo para que llegara a ser santo).

    Los evangelios no fueron admitidos ni declarados como canónicos hasta Nicea (325), y de hecho, hasta San Ireneo ningún Padre de la Iglesia cita ningún párrafo de ellos. Es lamentable pensar que algún pobre mártir murió defendiendo los evangelios apócrifos. Tampoco es fácil entender por qué Dios permitió que se escribieran cincuenta evangelios falsos: es como si después de sacrificar a su Hijo decidiera entorpecer su obra.

    Todo esto nos lleva a una conclusión sorprendente, y es que los apóstoles no parece que escribieran mucho de Jesús; en consecuencia, o no sabían escribir o consideraron irrelevantes los prodigios que presenciaron (recuérdese que las Epístolas de Pedro y Santiago son dudosas).

    Por lo demás, tampoco se entiende el hecho de que los evangelios presenten múltiples contradicciones entre ellos: a propósito de la resurrección, de la virginidad de María o de la misma genealogía de Cristo, quien, por cierto, si no era hijo de José, sino (como a veces se ha dicho) del soldado romano Pantira, no podía descender de David. Sorprendente resulta asimismo el hecho de que, si hacemos caso a los evangelios canónicos, Cristo no reveló ninguno de los grandes misterios asociados a su figura: ni sacramentos, ni virginidad de María, ni Santísima Trinidad, ni siquiera su consustancialidad con el Padre, lo que sin duda hubiera evitado una ingente cantidad de discusiones y herejías (arrianismo, adopcionismo, nestorianismo).

    Así las cosas, no es extraño que muchas veces Jesús haya sido considerado por algunos como un personaje simplemente mítico. Mas prosigamos nuestra reflexión admitiendo que, en efecto, Jesús haya existido y preguntémonos ahora quién o qué pudo haber sido.

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    Por principio, yo no puedo admitir que Jesús fuese Dios ni Hijo de Dios: si niego la existencia de Dios, difícilmente puedo aceptar que haya tenido hijos. Resulta, en cambio, sugerente suponer que fue alguien que se creyó el Mesías, o fue visto y se dejó ver como tal.

    Tal como ha observado Max Weber, todo el comportamiento de los antiguos judíos estaba determinado por la esperanza de que habría una futura revolución social y política, conducida por Dios, pero a través de un Mesías, término hebreo que parece corresponder al griego Cristo: el ungido, el libertador. Dicho término se asoció posteriormente al nombre de Jesús: Jesucristo. Tal asociación es el kerigma: Jesús es el Cristo.

    Que Jesucristo fuera, además, Dios, no resultó ni mucho menos evidente desde el principio. Así, ni Eusebio de Cesarea, ni Justino ni Tertuliano parecen considerar que lo sea. Se tardaría unos tres siglos, aproximadamente, en formar la apoteosis de Jesús, quien en un principio fue visto como un individuo inspirado por Dios; más tarde como un ser perfecto, por encima de los mismos ángeles, y sólo desde Nicea consustancial con el Padre.

    Es posible, por tanto, que haya existido un mesianista con tal nombre (Jesús) que anunciase la inminente instauración en Israel del reino de Dios. Un reino, pues, de este mundo y de un pueblo concreto (lo del reino de otro mundo y el carácter católico o universal de la misión de Cristo, son pura invención, la última de ellas obra de la Iglesia). La confirmación de ello podemos hallarla en los evangelios apócrifos, en los que se puede comprobar cómo la doctrina de salvación era sólo para los elegidos, al tiempo que se profesaba un profundo odio a los romanos, de una forma no muy alejada a la de los zelotas. Eso de amar a los enemigos vuelve a ser una pura y simple invención. Es precisamente ese odio, y algunas actitudes violentas de Jesús, lo que hace que sea visto por el Sanedrín como un mesianista revolucionario. Por el contrario, para las multitudes Jesús no era suficientemente violento, y se les hacía muy difícil conciliar la idea que tenían del Mesías con la debilidad del hijo de María. El resultado fue que acabó siendo abandonado y acaso vendido por quienes habían sido sus seguidores (Judas, pero seguramente no sólo Judas). El desenlace lo conocemos: la condena a muerte y crucifixión. Y el desengaño en sus discípulos y en quienes creían en él. En el evangelio de Lucas se nos cuenta que, después de la crucifixión, un discípulo exclamó: «Esperábamos que fuera el liberador de Israel».

    Y ahora viene la clave del cristianismo: la Resurrección. La muerte de Jesús suponía la consolidación y la confirmación del fracaso definitivo: Jesús no era el Mesías. No queda, pues, más remedio que cambiar todo el plan: Jesús ha resucitado, triunfando así sobre la muerte. La suya no prueba el poder de sus enemigos y la ausencia del suyo propio, porque su muerte fue libremente querida y asumida, conocida por él desde el principio: su muerte fue, en suma, una Expiación. Se configura de este modo la idea de Redención, y para plasmarla se acude a Isaías (40-55), quien, como señala Max Weber, se hace eco de un mito muy frecuente en muchas religiones: el del siervo del Señor que sufre y muere voluntariamente, sin culpa alguna, asumiendo el papel de víctima propiciatoria. Todo ello se complementa con el aplazamiento de la instauración del reino de Dios; un aplazamiento sine die, hasta la parusía o segunda venida (esta vez gloriosa) de Cristo.

    Tal es la fabulación que comienza en el evangelio de Marcos y que continuará la Iglesia. Como señala Loysi en expresión tan rotunda como repetida: «Esperaban el reino y vino la Iglesia».

    En los lejanos tiempos en que me preparaban para hacer la Primera Comunión, pensaba yo, con ingenuidad infantil, desconocedora de los caminos inescrutables del Señor, que para ser todo esto verdad, no eran pequeñas las complicaciones en las que se había visto enredado, él solito, un ser todopoderoso y omnisciente. Primero crea a Adán y Eva sabiendo que iban a pecar, y cuando lo hacen, los expulsa del Paraíso y los condena a una vida de sufrimiento al que sólo la muerte pondrá fin. No contento con eso, hace extensivo el castigo a todos los hijos de Eva, que no tenían ninguna culpa. Después se apiada, pero en lugar de perdonarlos y volverlos al Cielo, envía a su hijo (que tampoco tenía ninguna culpa) para que muera por ellos, expiando el pecado de aquellos, no se sabe por qué ni ante quién (seguramente ante su Padre, quien para perdonar a los hombres no se le ocurre otra cosa que sacrificar a su hijo). Pero antes de morir, el hijo tiene que anunciar el reino de Dios, pero no se entera nadie, porque, al parecer, él es incapaz de hacerse entender: se muere sin que nadie sepa con claridad quién es ni ha qué ha venido. Y ahora seguimos esperando que vuelva otra vez, aunque no sepamos cuándo ni a qué. Sin duda, yo era un niño tan tonto como perverso.

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    Existe otra posible imagen de Jesús: la de un Jesús mago o hechicero (hay pruebas de que así fue visto por algunos); imagen no necesariamente incompatible con la anterior, es decir, que podría tratarse de un mago que se creyó o fue visto y se dejó ver como Mesías.

    Tal es, por ejemplo, la opinión de Celso, quien, por cierto, considera a los primeros cristianos como ateos, dado que no reconocían los dioses del Imperio. Luciano y Porfirio considerarán al cristianismo, además, como una mera superstición.

    En un importante trabajo de investigación, la profesora Amparo Pedregal se ha ocupado de estudiar detenidamente este aspecto de la vida de Jesús, o mejor dicho, esta forma mediante la que Jesús pudo ser percibido. En efecto, tanto por su forma de vida como por su imagen externa, su aspecto, Jesús podía ser visto como un mago. Para ello cumplía, además, con dos condiciones que necesariamente había de reunir cualquier mago que se preciara, a saber: negar que lo fuera, es decir, negar que los prodigios que obraba tuviesen su origen en artes mágicas, y ser visto como divino. Es más que probable que los propios judíos lo consideraran, en efecto, como un mago, mas un mago endemoniado, que recibía su poder directamente del Diablo.

    Es un hecho, además, que muchos autores cristianos hasta el siglo V están de acuerdo en que la acusación de brujería y prácticas mágicas es la más fuerte de las dirigidas contra Jesús. Y, por supuesto, no niegan las similitudes y parecidos entre él y los magos, aunque argumentan -como cabría esperar- que la gran diferencia estriba en que Jesús no es ni podría ser un mago sencillamente porque es Dios; y, por si esto fuera poco, debe recordarse que sus milagros y las maravillas que obró habían sido anunciados previamente por los profetas.

    En cualquier caso, lo cierto es que existen documentos en los que Jesús aparece junto a otras fuerzas sobrenaturales convocadas frecuentemente por los magos; y, de este modo, la cruz se encuentra algunas veces asociada a otros símbolos mágicos. Incluso existen algunos documentos (hacia el siglo III) que utilizan su nombre (el de Jesús) en encantamientos dirigidos a obrar el mal.

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    Ver también: Cruz y ficción y El arquitecto del cristianismo.