Rss Feed
  1. Propuesta

    sábado, abril 29, 2006


    © Fernando G. Toledo

    Puesto que viene de una inercia legendaria o es un bálsamo ilusorio para penas equivalentes, puesto que se ha mostrado prescindible y lleva sobre sí el peso del error, puesto que no hay ninguna verdadera ya que una ficción no es verificable, no elijamos religión alguna. Si toda religión, como puede advertirse mediante la remisión a su origen, nace de una falsa concepción dual del mundo que predica la farsa de las almas, aceptada la inexistencia de éstas, la religiosidad cae con el peso irrisorio de la pluma de un pájaro muerto.
    Si creer es asumir lo que no puede probarse e, incluso, lo que se ha probado como espurio, el ateísmo es la ausencia de fe. No se trata de un vacío, porque despojarse de un equívoco es un provecho, no una carencia. Si se admitiera que el ateísmo es una creencia negativa no es porque afirme para negar, sino porque niega las afirmaciones ajenas que no pueden sostenerse con las pruebas. En cierto modo, toda creencia siempre es negativa ya que creer en algo implica no creer en su contrario.
    El ateísmo no es admisible sólo por quienes postulan como hechos lo que son fantasías. Repasemos: espíritus, mónadas, dioses (terciarios especialmente), resurrecciones. Desde otra mirada, el ateísmo del que hablamos no es más que descriptivo (amén de crítico): contra la metafísica, reivindica la filosofía verdadera, la cual es indiscernible del materialismo.
    Así, si se tiende a la dicotomía bipolar, no restan más que dos caminos: ser religioso y hasta supersticioso (que se relegue a la razón o se la practique con vejámenes o suspensiones), o bien, ser ateo (que la razón se revalide en la experiencia). Sólo la fe allana el paso hacia la sinrazón y ve en el ateísmo lo que en realidad éste le está mostrando en un espejo: el nihilismo. Puesto que no hay mayor nihilismo que creer en lo que no existe.

    Ver también ¿Dónde ponemos a la religión?

  2. Nosotros seguimos vivos

    jueves, abril 27, 2006

    © Dionisio Salas Astorga

    3

    Ya puse la otra mejilla, Señor
    y hasta un ojo.
    Como nos enseñaste.
    Pero no sé qué más quieren.
    No, no he olvidado que Tú has muerto
    por todos, en la cruz.

    Pero nosotros seguimos vivos.
    Esperando que dejen de clavarnos
    o Tú vuelvas.
    Escúchanos, Señor
    Necesitamos un milagro.

    Ahora sí que es en serio.
    Necesitamos un milagro, Señor
    porque nadie tiene tres mejillas.

    De Últimas oraciones (inédito)


  3. Cristianismo y decadencia

    miércoles, abril 26, 2006

    © Friedrich Nietzsche

    15
    Ni la moral ni la religión entran en contacto en el cristianismo con un punto cualquiera de la realidad. Causas puramente imaginarias (Dios, alma, yo, espíritu libre, albedrío y también voluntad no libre), efectos puramente imaginarios (pecado, redención, gracia, castigo, perdón de los pecados). Relaciones entre criaturas imaginarias (Dios, espíritu, alma) ; una ciencia natural imaginaria (antropocéntrica: falta completa de la noción de las causas naturales); una sicología imaginaria (completo desconocimiento de si mismo, interpretación de sentimientos generales placenteros o desplacenteros; por ejemplo, de los estados del nervio simpático, con la ayuda del lenguaje figurado de una idiosincrasia religiosa-moral; arrepentimiento, remordimiento, tentación diabólica, la proximidad de Dios); una teología imaginaria (el reino de Dios, el juicio final, la vida eterna).
    Este mundo, de pura ficción, se distingue perjudicialmente del mundo de los sueños, en que desvalora, niega la realidad. En cuanto el concepto de naturaleza fue encontrado como opuesto al de Dios, la palabra natural debía ser sinónima de reprobable; todo aquel mundo de ficción tiene su raíz en el odio contra lo natural (contra la realidad); es la expresión de un profundo disgusto de la realidad... Pero con esto todo queda explicado. ¿Quién es el que tiene motivos para salir, con una mentira de la realidad? El que sufre por ella. Pero sufrir por la realidad significa ser una realidad mal lograda...
    El predominio de los sentimientos de desplacer sobre los de placer es la causa de aquella moral y aquella religión ficticias; pero ese predominio suministra la fórmula de la decadencia.

    De El Anticristo. Maldición sobre el cristianismo (1888).

  4. Cruz y ficción

    viernes, abril 14, 2006


    © Fernando G. Toledo

    1. El paso del Jesús histórico al Cristo de la fe es una de las empresas más fascinantes de la historia de la humanidad, y la que ha marcado a fuego a una cultura que se dice «occidental» en buena parte merced a la estela dejada por ese legado. Tamaña pirueta podría formularse así: un predicador galileo, nacido cerca del año 6 anterior a nuestra era, fue transformado míticamente en un dios encarnado que perdonaría los pecados del mundo con su propia muerte y anunciaría el advenimiento del «Reino».
    Desde que los ilustrados del siglo XVIII se lanzaron por primera vez a la búsqueda del hombre verdadero sobre el cual se fundó una nueva religión (el cristianismo), las investigaciones no han cesado. En un tema donde la fe juega un papel tan importante no es de extrañar que esa exploración jamás se detenga.
    Sin embargo, algo ha salido a la luz. Lo primero, es que así como los evangelios canónicos (los tres sinópticos: Marcos, Mateo y Lucas, más el de Juan) son la fuente principal para conocer la vida de Jesús, éstos no son relatos históricos, sino complejas interpretaciones teológicas de ciertos acontecimientos. Por ende, acudir al Nuevo Testamento para saber si hubo un Cristo sería como consultar con La Ilíada para saber si existió Aquiles.

    2. La llamada «búsqueda del Jesús histórico» ha sido dividida en tres olas. La primera (Old Quest), básicamente germana, tuvo lugar del siglo XVIII hasta principios del XX, con nombres de la talla de Samuel Reimarus o Wilhelm Wrede, y fue clausurada por Albert Schweitzer. La conclusión de éste fue la imposibilidad de encontrar al Jesús verdadero, pues aparecía perdido en el tiempo y condenado a la tergiversación particular de cada uno de los historiadores. Sin embargo, Reimarus había descubierto algo más: que fuera quien fuere ese hombre, sirvió de excusa a la naciente Iglesia para montar sobre él una exégesis dogmática. Jesús y sus discípulos entendieron de manera opuesta la predicación del nazareno. Para Jesús, el Reino era inminente; los seguidores, ante el fracaso por la muerte de su líder, se volcaron hacia la resurrección y la parusía (la segunda venida).
    Uno de los hallazgos más importantes del siglo XIX correspondió a Ch. H. Weisse y Ch. G. Wilke, y consistió en determinar que el evangelio de Marcos era el más antiguo de todos (aunque aparece segundo en el canon). Datado cerca del año 70, de él habían bebido los otros (incluso algunos de los llamados «apócrifos»), acomodándose al público para el que estaba pensada su difusión, fuera judío o gentil, y recibiendo numerosas adiciones hasta por lo menos el siglo V.
    A pesar del desasosiego tras la primera búsqueda, antes de la segunda surgieron estudiosos notables. Entre ellos Rudolf Bultmann, quien -aparte de demostrar cómo los evangelios emergieron de diversas «pequeñas unidades literarias» ya teologizadas- determinó el carácter judaico, no cristiano, de Jesús de Nazaret. Otra vez se evidenciaba la distancia entre lo que pensaba Jesús y lo que la Iglesia hizo de su mensaje, incluyendo lo ficticio de su principal mercancía: la divinidad y la resurrección.
    Joachim Jeremias, un investigador de Gotinga (Alemania), protestante, protagonizó una dura e infructuosa exploración. El filósofo español José Antonio Marina, en su libro Por qué soy cristiano, resume así el empeño de Jeremias: «dedicó gran parte de su esforzado trabajo a intentar recuperar las "mismísimas palabras" (ipsissima verba) de Jesús, a descubrir los ecos del arameo originario, sus ritmos, los hallazgos retóricos y poéticos del personaje. No contento con eso, buscó además las palabras de Jesús que no constan en las Escrituras canónicas. Aprovechó todos los recursos imaginables: las adiciones y variantes de los manuscritos de los Evangelios, los apócrifos cristianos, los Padres de la Iglesia hasta el año 500, las liturgias y ordenamientos eclesiásticos, los discursos de himnos gnósticos, el Talmud, incluso una inscripción árabe del siglo XVIII existente en una mezquita del norte de la India. Al final de tan azarosa búsqueda, tuvo que reconocer: "En su conjunto, todo ese material es legendario y lleva la marca evidente de la falsificación"».

    3. La New Quest, entre 1950 y 1980, debió asumir los hallazgos de Bultmann, pero intentó despegar a Jesús de su judaísmo. Los historiadores quisieron separar lo que tuviera de novedosa la predicación de Jesús como para no alejarse tanto del cristianismo. Los resultados fueron dispares, pero dieron paso a la Third Quest, que desde 1980 y con sede principal en los Estados Unidos, ha ejercitado las últimas investigaciones, entre ellas las del popular «Jesus Seminar», un grupo heterogéneo de estudiosos que cotejan los datos y deciden democráticamente los rasgos que parezcan más atribuibles al Jesús histórico.
    Lo interesante es que a esta altura es posible disponer de más fuentes antiguas: los papiros de Nag Hammadi, la reconstrucción de la fuente Q (de la que abrevan, además de Marcos, Mateo y Lucas) y los manuscritos del Mar Muerto (o de Qumrán) o el «flamante» evangelio de Judas. Las conclusiones han conformado el retrato irregular de un Jesús carismático, a veces un taumaturgo, pero también un predicador cínico, fiel a la ley mosaica y convencido del arribo del Reino de Israel, con todo lo ambigua que pudiera ser esa expresión.

    4. La posibilidad de que ni siquiera el referente humano llamado Jesús existiese permanece latente. «No hay tumba, ni sudario, ni archivos; apenas un sepulcro que en el año 325 inventó Santa Elena, la madre de Constantino, muy inspirada pues le debemos igualmente el descubrimiento del Gólgota y del titulus» ironiza Michel Onfray en Tratado de ateología. Fuera de las fuentes cristianas, aparece el abismo. De entre las pocas disponibles de la época, las de los romanos Tácito, Plinio el Joven o Suetonio son dudosas, y la del judío Flavio Josefo (un «soberbio mentiroso», al decir de Harold Bloom) es la única que tendría más valor. Sin embargo, está viciada. En sus Antigüedades judías, datables entre el año 70 y el 90, Josefo menciona a Jesús, mas todo lo referido a su divinidad son claras interpolaciones, agregadas por manos cristianas en un intento descarado por otorgar verosimilitud al mito.
    Aun cuando flota la sombra de la ausencia, los esfuerzos que parten de la existencia histórica de un judío llamado Jesús han sido los más serios. A pesar de todo, indagaciones tan exhaustivas como las de las «quests» no han podido dar con la posibilidad cierta de que un hombre fuera la encarnación de un Dios o que se levantara de entre los muertos. El eminente cristólogo francés Michel Quesnel, rector de la Universidad Católica de Lyon, hombre de enorme honestidad, ha dicho: «los evangelios son mezcla de historia y fe» y «sin sus fieles, Jesús es sólo un agitador judío más de los que proliferaron».
    La figura de un Cristo («el ungido») aparece ya 500 años antes de la era común, con deidades como Mitra, Krishna, Dionisio, además de Buda (cuyo paso real por la Tierra es también discutido), Osiris y Horus. En muchas de esas figuras ya se menciona a un dios-hombre, el nacimiento un 25 de diciembre, la concepción virginal, la prédica, los milagros, el ritual del vino, la muerte por ejecución y la resurrección. Si se atienden tales similitudes, todo sugiere un trabajo de sincretismo, mediante el cual los seguidores de este predicador judío sumaron esos antecedentes a las profecías davídicas inscriptas en lo que luego se llamaría Antiguo Testamento, y contribuyeron a transformar a un ser de carne y hueso en un Dios. Una afirmación que al propio Jesús (judío) le habría parecido blasfema.

    5. El gran impulsor de tal transformación parece ser ni más ni menos que Saulo de Tarso, o San Pablo, el llamado «decimotercer apóstol», quien fuera perseguidor de los nazareos (los primeros seguidores de Jesús) y otras sectas contrarias a la Ley hebrea. Como observa sagazmente Harold Bloom en Jesús y Yahvé. Los nombres divinos, para Pablo «la resurrección» fue «meramente espiritual» si se lee I Corintios 15:44. Pero no caben dudas de que la furiosa prédica emprendida tras su conversión en el camino de Damasco, luego de que Cristo se le «apareciera como a un aborto» (I Cor 15:1-8), fue decisiva. Las cartas de Pablo, escritas entre los años 51 y 62, incluidas en el Nuevo Testamento, no sólo son anteriores a Marcos (éste es cercano a la fecha de la muerte del tarsiota), sino que su influencia fue determinante para darle forma al Jesús-Cristo pospascual.
    En un contexto de diáspora -Vespasiano arrasó Jerusalén en el año 70-, Pablo encuentra en el Jesús ejecutado por sedición el esqueleto que servirá para inscribir su propia interpretación de un mensaje escatológico urgente. Por ello pone en marcha la construcción teológica que culminará en Cristo, hijo de Dios (I Tesalonicenses 1:10), resucitado (I Cor 15:3-5), llegado para anunciar el fin de los tiempos y poner «a todos los enemigos bajo sus pies» (I Cor 15:25). Ese Pablo moriría cerca del año 65 no sin tristeza, quizá, a la espera de una redención que no pudo atestiguar, a pesar de la predicada inminencia (I Tes 4:15-17, Marcos 13:30-31).

    6. Los evangelios siguen el influjo de Pablo, y el de Marcos abre un surco legendario que abonará la tradición posterior, regándolo con elementos neoplatónicos. El ex embajador de España en el Vaticano Gonzalo Puente Ojea (brillante autoridad en el tema) ha puesto la lupa en el llamado «secreto mesiánico», figura que se hace central en el escrito marquiano y constituye la «palmaria ficción» que «escenifica la revelación hecha por Jesús de que el Mesías -él mismo- debe sufrir y morir conforme a un plan de salvación universal establecido por Dios desde el inicio de los tiempos».
    El secreto mesiánico, la advertencia que Jesús habría dado a los horrorizados discípulos sobre su crucifixión, es para el estudioso Hanz Conzelmann «la presuposición fundamental del género Evangelio». Así, en el breve pero imponente librito El mito de Cristo, Puente Ojea propone que «el elemento axial del Evangelio se sitúa en las perícopas que van de Mc 8:27 a 8:31». «De una parte -dice el ensayista- [aparece] la reiteración del anuncio del drama de la pasión, muerte y resurrección (Mc 8:31-33, Mateo 16:21-23, Lucas 9:22-27, para el primer anuncio; Mc 9:31-32, Mt 17:22-23, Lc 9:44-45, para el segundo; y Mc 10:32-33, Mt 20:17-19, Lc 18:31-34, para el tercero). De otra parte, la obstinada incredulidad de los discípulos ante la noticia de que Jesús había resucitado, encabezada por María Magdalena y difundida in crescendo, pero inicialmente rechazada por los discípulos«, que no por nada «le abandonaron y huyeron» (Mt 26:56), «sin duda por entender que la cruel realidad había puesto el punto final a una loca aventura».
    A este respecto, «lo primero que salta a la vista -cuestiona el español R.H. Ibarreta en La religión al alcance de todos, 1887- es una sorprendente resistencia por parte de los apóstoles a creer que Jesús pudiese haber resucitado, lo cual demuestra claramente que todos los dichos que en los mismos evangelios se atribuyen a Jesús de que resucitaría a los tres días, son falsos. De lo contrario, ¿cómo podrían negar los apóstoles su resurrección? Y si sus discípulos dudaban que pudiese resucitar, claro está que no tenían a Jesús por Dios, sino por simple mortal; creencia que (...) fue la de los primeros cristianos». Y la de muchos «herejes» perseguidos por la misma Iglesia, habría que agregar.

    7. Ahora bien, ¿cuál es la razón para que un grupo sectario se decidiera a predicar tan tozudamente la divinidad de Jesús? José Antonio Marina, a tono con Edward Schillebeeckx, dice en Por qué soy cristiano que los seguidores del galileo, a través de Pablo, «tuvieron una profundísima, perturbadora experiencia», la cual no tiene que ver con que Jesús efectivamente resucitó, sino que asumieron en su mensaje una especie de «salvación definitiva». Quesnel se acerca a esa postura, con matices menos místicos: «Un grupo de fieles creyó que Jesús había resucitado. Usted puede no creer que resucitó, pero lo que sí es historia es que muchos lo creyeron resucitado».
    Visto de otro modo, la primera razón para la creencia en un Mesías, consubstancial a «Dios», es la necesidad de ver cumplidas algunas profecías mesiánicas del Antiguo Testamento (por ejemplo Salmo 16:10, Isaías 7:14 y 62:11, Oseas 6:2 o Daniel 7:13-14 y 12:1-3). Así como ciertas prédicas del Jesús neotestamentario aparecen también en el Tanak judío (el «amarás a tu prójimo como a ti mismo» está en Levítico 19:18), a medida que se atraviesa Marcos, Mateo, Lucas y Juan, las citas proféticas aumentan para dar la sensación de que se han cumplido las Escrituras (Mc 15:28; Mt 26:55-56, 27:9 y 31:1-8; Lc 17:26-29 y 20:41-44; Juan 7:40-43, 18:9 y 19:36-37, etc.).
    Pero, además, Puente Ojea explica algo que es crucial: «Para acomodar la nueva religión al imperio romano y para no ser vistos como enemigos de Roma, los evangelios sinópticos crearon el Cristo pacífico, el Cristo de la fe. Y se falsea la realidad sosteniendo que él ya había previsto su crucifixión». En realidad, Jesús nunca pensó ese final, tal como se advierte en frases del tipo «aparta de mí este cáliz» (Mt 26:39) o el desgarrador grito «¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?» (Mc 15:34).
    El historiador Donald Harman Akenson, aclamado por H. Bloom como la voz más autorizada para hablar hoy de Jesús, ha dicho: «sin duda hubo un Jeshúa de Nazaret, al que sus creyentes acabaron transformando en Jesús el Cristo». Paralelamente, el sacerdote católico Xavier León-Dufour ha elegido estas palabras: «en tanto que despertar de la muerte y en tanto que exaltación a Dios, la resurrección no es un hecho histórico, aunque sea percibida por el creyente como un hecho real». Por su parte, el mismo Puente Ojea, ha reflexionado que «la resurrección (...) le servía, al parecer, a Pablo, pero no era lo que necesitaban los fieles con los pies en el suelo y ajenos a los arrebatos místicos del tarsiota. Los evangelistas se impusieron la tarea de anclar este hecho milagroso en detalladas referencias testimoniales, pues los creyentes se interesaban, al revés que Pablo, por el Cristo katá sarka, según la carne. Pero fracasaron estrepitosamente en el intento..., sencillamente porque las leyendas de la tumba vacía (...) eran expedientes inoperantes (...), pero después de haber transcurrido 30 o 40 años del supuesto suceso, se pudo comprobar que nadie sabía realmente nada, o casi nada, de aquellas experiencias».
    Un número notable de historiadores creyentes (entre ellos, Hans Küng, John D. Crossan J.K. Elliot), además de los irreligiosos, coinciden en rechazar como hecho histórico la crucial hazaña divina de la resurrección. Bajo las evidencias, esto es o bien una «intepretación teológica» o, algo similar y más mundano: «cuestión de fe». Sin embargo, detrás de todo, hay algo que resuena de manera lúgubre. Es la voz de Pablo, quien en I Corintios 15:14 advierte: «Y si Cristo no resucitó, vana es nuestra predicación y vana nuestra fe».




    Publicado en Diario Uno el 16/3/2006.

    Ver también: Jesús y la inminencia del Reino, Después del fracaso y El arquitecto del cristianismo.
    Además: Vida de Jesús, Un viejo engaño, a la justicia, ¿Quién traicionó a quién? y Una misa en clave expresionista.

  5. Una misa en clave expresionista

    jueves, abril 13, 2006

    Mientras la televisión inunda las pantallas con producciones pascuales, la cinta religiosa de Mel Gibson parece omnipresente. He aquí un comentario que apareció hace dos años en Diario Uno.

    © Fernando G. Toledo

    En una escena de Perros de la calle, el maleante que ha sorprendido a un traidor infiltrado rebana la oreja del prisionero. La sangre cae a raudales, el amputado chilla y la música adorna las imágenes que compone el director (Tarantino) con una pasmosa maestría. En La Pasión de Cristo, desde el momento en que Pilatos intenta evitar la crucifixión de Jesús cambiándola por los azotes, se muestran también carnes abiertas, golpes minuciosos, acicates brutales, clavos, espinas, hemoglobina y música trágica. La diferencia no es sólo que en el filme de Tarantino el momento de crueldad dura un minuto y en el de Gibson, una hora y media. La clave está en que en Perros de la calle el acto perverso tenía objetivos casi superficialmente estéticos, y en La Pasión de Cristo sirven a los fines de una real -si se quiere, emotiva- propaganda religiosa. Lo de Gibson es osado, sin dudas. Hacer una obra de un mensaje exacerbado, en lenguas muertas (arameo y latín) y bañarlo de una estética masoquista, es ciertamente un gesto de determinación que no muchos directores tienen. Pero así, La Pasión... acaba convertida en una verdadera misa expresionista. Tras el objetivo de mostrar la crueldad humana que acabó con el que según el catolicismo es el hijo de Dios, Gibson apela a la obscenidad de la sangre para conseguir, quién sabe cuán conscientemente, una metáfora de la culpa con pocos precedentes en el celuloide. Es increíble cómo los análisis de la obra pura carecen de sentido. Sí: el filme está narrado con vigor y tiene un interesante manejo del flashback. Pero también hay huellas de películas anteriores (la edulcorada mini serie Jesús de Nazareth, de Zeffirelli es una) y cierta construcción estereotipada de las metáforas (la aparición constante del demonio, la culpa de Judas corporizada en niños de aspecto desagradable). Se ha hablado de gente que falleció en la exhibición del filme, de increíbles acusaciones de antisemitismo, de católicos conmovidos por la imagen del Cristo torturado y de ateos a los que la historia nos atrae, pero no nos cambia la vida. Nada parece extraño: La Pasión de Cristo es una publicidad sádica de 120 minutos. Es tan lógico que consiga vender su producto como que otros se olviden rápidamente de que la vieron.

  6. ¿Quién traicionó a quién?

    viernes, abril 07, 2006

    © Deborah Zabarenko

    WASHINGTON (Reuters) - Judas Iscariote, vilipendiado como el discípulo que traicionó a Jesús, actuó en realidad a petición suya, entregándole a las autoridades que le crucificaron, según una copia de 1.700 años de antigüedad del Evangelio de Judas.
    En lo que supone una visión alternativa a las tradicionales enseñanzas cristianas, el Evangelio de Judas muestra al denigrado discípulo como el único del círculo interno de Jesús que entendió su deseo de desprenderse de su cuerpo terrenal.
    "En este retrato es el bueno", dijo Bart Ehrman, un profesor de religión en la Universidad de Carolina del Norte. "Es el único apóstol que entiende a Jesús".
    La introducción del evangelio dice que es "el relato secreto de la revelación que Jesús le participó a Judas Iscariote". Luego, cita a Jesús diciéndole a Judas, "tú los superarás a todos (los discípulos) porque tú sacrificarás el cuerpo en el que vivo".
    "La idea contenida en este evangelio es que Jesús, como todos nosotros, es un espíritu atrapado, que está atrapado en un cuerpo material", explicó Ehrman. "La salvación llega cuando escapas a la materialidad de nuestra existencia, y Judas es el que hace posible que pueda escapar, permitiendo que su cuerpo muera".
    National Geographic dio a conocer el jueves el documento, que publicará en un libro. Además, páginas del manuscrito de papiro se podrán ver en su museo en Washington desde el viernes. El texto acabará en el Museo Copto de El Cairo.
    No se sabe quién escribió el evangelio de Judas. La copia develada el jueves es un documento mencionado en el año 180 en un ensayo llamado Contra las herejías escrito por el obispo de Lyon en lo que era la Galia romana. En él hablaba contra aquellos cuyas opiniones sobre Jesús diferían de las de la Iglesia Cristiana.
    En el Nuevo Testamento, Judas aparece retratado como el traidor por antonomasia, aceptando 30 monedas de plata a cambio de traicionar a Jesús e identificarle ante los soldados romanos. El Evangelio de San Mateo dijo que rápidamente se arrepintió de su traición, devolvió las monedas y se ahorcó.
    En el Nuevo Testamento hay cuatro evangelios reconocidos - los de San Marcos, San Mateo, San Lucas y San Juan - pero en los primeros siglos después de Cristo se publicaron numerosos evangelios apócrifos, atribuidos a discípulos como Tomás y Felipe, así como a su seguidora María Magdalena.
    Ehrman y otros expertos en la Cristiandad hablaron en una rueda de prensa de la National Geographic Society, que ayudó a autentificar, preservar y traducir el documento.
    La copia envuelta en cuero fue escrita en escritura copta en los dos lados de 13 hojas de papiro, y ha pasado la mayor parte de los últimos 1.700 años escondido en una cueva en el desierto egipcio, según Terry Garcia, de la National Geographic Society.
    Este documento fue copiado probablemente del manuscrito original griego hacia el año 300, explicó. Descubierto en la década de los 70 cerca de la localidad egipcia de Minya, el volumen - en el que está el evangelio y otros documentos - fue vendido a un tratante egipcio de antigüedades en 1978.
    El marchante lo ofreció para su venta, pero no tuvo éxito, por lo que acabó encerrado en una cajas de seguridad de un banco en Nueva York durante 16 años, acelerando su descomposición. En las imágenes mostradas, el papiro parecía como hojas secas de otoño. Garcia dijo que se ha separado en más de 1.000 piezas.
    En 2001, la Fundación Mecenas para el Arte Antiguo de Suiza comenzó la enorme tarea de transcribir y traducir el texto desde la escritura copta. En los años siguientes, las pruebas científicas han mostrado que se copió alrededor del año 300.

    N. de la R.: Como es sabido, los evangelios no fueron escritos por testigos directos de lo que se supone fue la vida de un predicador galileo. Desde hace siglos, las especulaciones sobre el papel jugado por Judas en esta fantástica (por lo irreal) tragedia, dieron frutos teológicos y literarios, lo que es casi lo mismo. Uno de los más interesantes es Tres versiones de Judas, un cuento de Jorge Luis Borges que vale la pena leer, y en el que se sugiere que el Iscariote era el verdadero Mesías.

  7. Teoría de la doble verdad

    sábado, abril 01, 2006



    © Fernando G. Toledo

    Es difícil pasar de largo de Por qué soy cristiano. El libro del filósofo español José Antonio Marina (Toledo, 1939) puede parecer algo escuálido: pocas páginas, una escritura leve y amena, un trato cordial, como si el autor buscara hablar con -y no ser leído por- sus lectores. Y, sin embargo, las 150 páginas del volumen editado por Anagrama (2005) acarrean una novedad, y es que en ellas un intelectual decide desmontar los credos de la religión más popular del planeta, para terminar abrazándola desde un ¿nuevo? y personal significado.
    Junto al interés por su posición, lo que atrae de Por qué soy cristiano es la tensión abierta ante lo que Marina denomina el «atenerse a las consecuencias» de su planteo: echar al basurero la dogmática cristiana y reclamar, ante la «ortodoxia» circundante, una «ortopraxia», válida por tanto para «transformar en todos los registros de nuestra vida el esfuerzo en gracia».
    Esa estrategia exige algunas advertencias. La primera, reconocer en Marina, como el teólogo Moltmann, que «lo que escribe son “fantasías teológicas”» y aceptar «el reproche de que “dice teológicamente demasiado y más de lo que puede saber”».
    La segunda, y a partir de la anterior, enunciar lo que por Dios se entiende: la existencia. La existencia es, según el fenomenólogo Marina, lo divino. «Me veo forzado a admitir esa dimensión divina porque “la realidad”, considerada en bloque, totalmente, tiene algunos de los predicados que tradicionalmente se atribuyen a Dios» dice, para reconocer sin temores: «sé que esto se acerca mucho al panteísmo». En este rumbo, pone negro sobre blanco y explica que «la inteligencia creadora del hombre es el lugar de alumbramiento de los dioses».
    El último recaudo, y quizá el más importante, consiste en desplegar una «teoría de la doble verdad», que le permitirá a Marina discriminar las «verdades públicas» sobre Jesús (su construcción mitológica en los evangelios, su imposible resurrección, su condición de predicador eminentemente judío) y, luego, elegir como «verdad privada» que ese oscuro individuo ofreció un mensaje conducente a Dios y a la agapé, el «amor creador» que vencerá sobre el mal mundano y permitirá «participar de la divinidad».

    *
    La teoría de la doble verdad es, justamente, lo más llamativo de esta obra, y no es casual que ése sea el subtítulo del libro (aunque difícilmente tenga el punch comercial del primero). Esta teoría -anticipada en otros libros de Marina- es simple, no del todo novedosa y hasta discutible. Pero no caben dudas de que a muchos resultará útil. Lo que dice el filósofo es que hay «dos niveles de verdades»: las universales y las privadas. Las primeras corresponden a las verdades científicas y éticas. Las segundas, a las estéticas, afectivas y religiosas. Después de ofrecer algunos criterios sobre la «verificación» de estas verdades, Marina postula lo más importante: «proteger las verdades privadas mediante el derecho a la libertad de conciencia, pero determinando al mismo tiempo que cuando esas creencias se enfrentan a verdades universales -científicas o éticas- deben someterse a ellas». La religión, así, no debe escapar de su único ámbito lícito: la intimidad.
    El «Dictamen sobre Jesús», capítulo I de Por qué soy cristiano, se alza como la segunda gran virtud del libro. Allí Marina intenta (casi siempre lográndolo) exponer y repasar sólo «verdades universales» sobre las investigaciones de la vida de Jesús. Aunque no toma partido tajantemente por ninguna conclusión, queda claro que la maraña de documentos sobre el que fue llamado Cristo no encaja con las interpretaciones religiosas, sino que éstas «remiten a un hecho histórico, por supuesto, pero lo transmiten elaborado teológicamente». Es decir: que a partir de un hombre real, mortal, más o menos dibujable con verdades públicas, se montó un portentoso edificio parado sobre verdades privadas. Y, según el autor, el cristianismo «oficial», al decidirse por el dogmatismo, perdió su oportunidad de ser práctico. Impuso una especie de «gnosticismo» (entre comillas) por sobre la acción, la ortodoxia por sobre la ortopraxia.
    Luego de pasar por siete capítulos, que según el autor reflejan verdades universales, arriba al apartado que da nombre al libro y allí expone Marina su fe, su verdad privada: por qué es cristiano. Ya veremos de qué se trata.

    *
    Mientras tanto, y después de los elogios, algunos reproches. Lo primero que aparece como un defecto es el modo en que el autor arriba a una reinterpretación del «mensaje cristiano». Es cierto que deja claro, en el capítulo postrero del libro, que ésa es sólo su idea personal de tal mensaje. Pero, ¿por qué, luego del paseo por las investigaciones que nos dicen qué predicaba el Jesús histórico, no «asume las consecuencias» de ese mensaje? Marina aquí ahonda en el mismo error de la teología de la liberación, a la que el filósofo exalta como la exégesis auténtica del cristianismo. Gonzalo Puente Ojea ha dicho en Elogio del ateísmo algo que puede aplicarse al autor de Por qué soy cristiano: «Los teólogos de la liberación, al reclamar la ética escatológica del Nazareno, parecen ignorar que ese magisterio revolucionario sólo adquiere sentido en el seno de la fe mesiánica judía en la irrupción inminente del Reino, y es intransferible a una sociedad profana». Y luego: «El mensaje radical y visionario de Jesús fue descartado -como no podía suceder de otro modo- del mundo posible por el propio destino del mito mesiánico judío que él protagonizó momentáneamente, o anunció a su manera, en el primer siglo de nuestra era». Hablar, como Marina, de una «experiencia de su mensaje» [de Cristo] es imitar la estrategia de la ecclesia (esa que vino en lugar del Reino prometido), porque su mensaje no es unívoco y su implicancia no tiene la validez -pública- de la que presume.

    Por otra parte, el «Epílogo» tiene ecos del Catecismo y conforma un cierre equívoco, que escapa a la cuidadosa distinción entre las verdades con pretensión de públicas (capítulos I al VII) y su verdad íntima (capítulo VIII). En esa coda se lee una especie de resumen de lo antes leído, pero con una verba más convencionalmente paulista, v.g.: «La bondad -la acción amorosa, la agapé, la búsqueda de la justicia- es la manifestación y realización de la divinidad»; o «Por ser el despliegue real (c.m.) de la divinidad, la agapé es todo poderosa»; y también «La búsqueda del bien -de la justicia- es la gran tarea de la inteligencia, porque se identifica con la búsqueda de Dios».
    Marina sostiene que lo valioso de las religiones está en que nos pueden ayudar a arribar a una ética universal. Pero si la ética es la obtención de una verdad útil universalmente compartida, el camino que nos lleve a esta verdad puede ser diverso. Esa verdad, además, puede estar sostenida por individuos cuyas verdades «privadas» se opongan a las verdades privadas ajenas. En este sentido, y aunque Marina es tacaño a la hora de incluir a los ateos entre los que están capacitados para arribar conjuntamente a esa ética-verdad, es perfectamente extraíble de su razonamiento que así sea.
    Pero, al fin, ¿por qué Marina es cristiano? Porque sigue a Rudolf Bultmann y considera que, a través de San Pablo, lo que Jesús propuso fue que «la agapé es supervictoriosa», y ésa es una manera de salvarse y salvar la existencia. De cierta manera, el autor de Dictamen sobre Dios parece decirnos que no quiere «expulsar» de su mundo a la religión pues siente que el mundo, visto desde ese prisma, es más bello, más vibrante. Un ateo podría replicar que la aventura vital no tiene por qué consistir en suponer que haya un sentido divino en el universo. Que basta con desvestirlo (quitarle los disfraces-verdades privadas, o «desencantarlo» a la manera de Weber) y contemplarlo a la luz desnuda de las verdades públicas. ¿Acaso es necesario entrar al «círculo de lo sagrado» o a la farsa del misticismo? ¿Es lícito «divinizar» la existencia cuando nada hay más real y mundano, terrenal, trivial y común que la existencia? ¿No puede que haya llegado la hora de un poscristianismo, obviamente secular y materialista, tan ético como irreligioso? Al parecer, esas alternativas, que prescinden de toda religiosidad, le resultarían a Marina «expresiones arquetípicas de la mezquindad, y si me apuran, de la indecencia» (sic).
    El pensador toledano distingue en la marea de la historia, entre sus flujos y reflujos, dos tendencias básicas: la ilustrada y la romántica. Porque él es un romántico, entonces decide aferrarse a la religión y rodearse tanto de lo que ve en ella de proyecto (acción, agapé) como lo que ve de poético (místico, simbólico, sagrado, sobre-natural). Cierto es que, como dijimos, con encomiable honestidad, recuerda Marina a cada rato que ésa es su verdad personal, y la «validez universal» de la misma es imposible de «justificar».
    Pero lo que podría hacerse es golpear amablemente ese escudo de lo verdadero-privado y cuestionarle a Marina algunas gratuidades. Como dijimos: su panteísmo cristianizado. Los maquillajes del catecismo. Su decisión (privada, pero incluida entre los capítulos mentados como públicos) de postular que Jesús vivió su «cercanía a la divinidad» como esa participación en la «energía divina», confundiendo el panorama que había parecido despejar al comienzo al disociar (como Puente Ojea) al «Cristo de la fe» del «Jesús de la historia». Se le puede reprochar, regresando a una idea apuntada anteriormente, cierto vicio de esteta, que deja traslucir su debilidad por los apólogos. Se le puede obligar a «atenerse a las consecuencias» (tomándole la palabra) e invitarlo a confiarnos si la idea de cristianismo por la que se decanta no sale más bien del hinduismo. O preguntarle si sus puntuales loas de contrabando a la Iglesia («siempre defendió la inteligencia», dice olvidándose de Galileo o Giordano Bruno), la exaltación de sus primeras teologías («una de las más sorprendentes aventuras del espíritu humano») o de sus prácticas («un profundo respeto de la individualidad que siempre tuvo el cristianismo») chocan o no con la mentada pretensión investigativa del libro.

    *
    Sí: José Antonio Marina es un pensador inteligente y profundo (esto es, que nos sumerge en su inteligencia), y Por qué soy cristiano, esa clase de obras que quizá no conforman del todo ni a ateos ni a creyentes. Pero bien puede suceder que una parte de cada bando sea capaz de estar «fundamentalmente de acuerdo» con su libro (como confiesa estar Marina con el Por qué no soy cristiano de Russell) y aprovechar esas páginas para ponerlas a la luz de sus propias convicciones. Así, a lo sumo, según la verdad privada de cada uno, el libro será más ateo que cristiano y viceversa. Y volvemos a empezar.