Gustavo Bueno en 2006 (gentileza: Fundación Gustavo Bueno) |
Publicado en diario Los Andes (Argentina) y en El Catoblepas (España)
a
historia está hecha de pasado. Esto suena a verdad ridícula, por lo flagrante,
y sin embargo toma relevancia cuando sucede lo inusual: cuando uno descubre,
recién instalados, los cimientos sobre los cuales grandes edificios habrán de
levantarse.
La
muerte, el domingo 7 de agosto, del filósofo español Gustavo Bueno (1924-2016)
nos pone frente a este espectáculo: el de haber sido contemporáneos de un
hombre del que van a hablar las próximas generaciones. Haber vivido en los
tiempos de Bueno es como haber sido contemporáneo de Platón.
La
estela del pensamiento de Bueno comenzó, para muchos, en 1970, cuando la
editorial Ciencia Nueva de Madrid publicó un libro titulado El papel de la filosofía en el conjunto del saber. Pocos acaso podían predecir que era el primero de una serie que iba
camino a la construcción paulatina de un sistema filosófico con pocos
parangones: una elaboración que iba a poner a Bueno a la altura de titanes
filosóficos como Platón, Aristóteles, Santo Tomás, Descartes, Spinoza, Kant, Hegel
o Marx.
El materialismo filosófico
Dos
años más tarde de su «ópera prima», Bueno iba a publicar Ensayos materialistas, un portento de 470 páginas que sentaría las
bases ontológicas de su filosofía, y que en ese libro, ya se autoimponía un
nombre: el «materialismo filosófico». Allí Bueno establecía, contra el
materialismo dialéctico vigente y contra todos los espiritualismos, una nueva
manera de entender la materia. Su descubrimiento –así lo llamaba el mismo
filósofo–, era que había dos planos: el de la materia general (indeterminada) y
el de la materia especial (mundana). Esta última está compuesta por tres
géneros que conforman el «aspecto del mundo»: la materia física (M1), la
materia psicológica (M2) y la materia ideal o esencial (M3).
Esa
pluralidad de la materia era un hallazgo brillante, que hacía derrumbar el gran
ingrediente metafísico (en sentido peyorativo) de otras filosofías: el monismo.
Porque, decía Bueno inspirándose en la symploké
de Platón, ni todo está relacionado con todo (monismo) ni todo está
desconectado de todo. Y es gracias a eso que podemos conocer el mundo.
Dedicatoria de Gustavo Bueno al autor de este artículo, en un ejemplar de La fe del ateo |
Un portentoso sistema
Ya
puesta la piedra basal, ontológica, Bueno avanzó hacia la gnoseología, y lo
hizo con su brillante y monumental Teoría del cierre categorial, que es una
lección contra las baratijas pseudofilosóficas de muchos fundamentalistas
científicos.
Luego,
el filósofo siguió por la antropología, con notables artículos y libros, entre
los que destaca una filosofía de la religión que aún sorprende, y que pone el
origen de lo religioso en los «númenes» bestiales, algo que se entiende con la
fórmula: «El hombre creó a Dios a imagen de los animales».
La
obra que contenía ese estudio (El animal divino) se completó luego con otras como Cuestiones cuodlibetales sobre Dios y la religión y La fe del ateo. Dio con ellas, también,
una definición de su ateísmo que descolocó a los incautos, ateos y creyentes
por igual.
Bueno
siguió trazando arquitectónicamente su sistema, y también abarcó la ética
(destacan sus libros El sentido de la vida y El mito de la felicidad), la
economía y la estética. Y, por supuesto, también se metió con
la política, dejando como principales, entre muchas, dos obras en espejo: El mito de la izquierda y El mito de la derecha. En ellas deja en
claro, con su célebre capacidad trituradora de conceptos, que hoy en día la
distinción derecha-izquierda carece de sentido.
Un filósofo en el barro
La
imagen que podemos hacernos de Gustavo Bueno con este esbozo podría ser la de
un «intelectual» (palabra que le repugnaba), que desde su torre de pensamiento
pontifica contra la especie humana. Nada más alejado de la realidad.
El
filósofo, que había nacido en Santo Domingo de la Calzada (La Rioja) y
estudiado en su ciudad, en Zaragoza y en Madrid, había comenzado como profesor
de un instituto secundario de señoritas en Salamanca. Pero luego ganó una
cátedra en la Universidad de Oviedo (Asturias), donde se instaló para siempre,
y desde donde irradió su obra y creó su escuela, que hoy tiene seguidores
diseminados por el mundo.
En
Oviedo también, vivió episodios que mostraron su entereza. Allí fue perseguido
por el franquismo, que lo consideraba «marxista». Allí bajó una vez a las
profundidades de la tierra para dar un discurso memorable a los mineros
asturianos. Allí sufrió atentados de la «izquierda» y de la «derecha» (le
arrojaron un tarro de pintura una vez, que por poco lo deja ciego). Allí también
forjó discípulos que comenzaron a ramificar su filosofía. Allí fundó y dirigió
publicaciones, como la notable El Basilisco.
Pero,
como decíamos, Gustavo Bueno jamás le rehuyó al combate cuerpo a cuerpo con las
cuestiones candentes de la actualidad. Así, se dedicó a hablar nada menos que del
programa Gran Hermano y a participar
de tertulias televisivas que muchos españoles hoy recuerdan, dada la
vehemencia, claridad y el carácter polémico de lo que Bueno era capaz de volcar
en un medio tan repelente a la filosofía como la pantalla catódica.
Esa
presencia mediática fue a veces vista con desconfianza. No por nada un colega
le protestó una vez al riojano que «trivializara» a la filosofía llevándola a
la TV. Bueno le dio una respuesta memorable: «¿Y cuántos teoremas has
demostrado tú mientras tanto?».
Con
esas apariciones televisivas –y con artículos que dejaban muchas veces «heridos
ideológicos» a diestra y siniestra– el filósofo alcanzó una fama popular que le
granjeó enemigos y admiradores.
Entretanto,
como a hombre de dos siglos, le tocó convivir con nuevas tecnologías. Y fueron
estas las que algunos de sus seguidores (especialmente su hijo, Gustavo Bueno
Sánchez) utilizaron para comenzar a difundir su pensamiento. Establecida una
fundación que lleva su nombre a poco que le llegó una jubilación forzada por
cuestiones ideológicas, la obra de Bueno empezó a difundirse en la red con
revistas digitales como El Catoblepas y
con la difusión de numerosas de sus obras y videos didácticos del propio
filósofo.
Gustavo Bueno en plena escritura. Última foto del filósofo, tomada por su nieto, Lino Camprubí (18 de julio de 2016). |
El legado de un gigante
Esa
difusión de su obra es la que patentiza, como nunca, la potencia y la
potencialidad, valga el juego de palabras, que su filosofía encierra. Sucede
que el materialismo filosófico tiene tal capacidad «lumínica» que se asemeja a
una herramienta, a un cincel, a un microscopio o a un martillo. Con él se
trabaja para avanzar sobre lo pedregoso del mundo de las ideas. Con él también
se pone en evidencia a ciertas concepciones delirantes y divagantes de la
filosofía contemporánea, muchas de las cuales ocupan con ocio autosatisfactorio
las cátedras universitarias.
Como
a todo individuo finito, la muerte biológica hubo de llegarle a Bueno, y esto
sucedió a sus 91 años, cuando aún continuaba trabajando, escribiendo y
polemizando con la misma lucidez de siempre. Su muerte llegó a los dos días del
fallecimiento de su esposa. Ese gesto, involuntario quizá, mostró que «nada de
lo humano le era ajeno». Ni siquiera el amor, o más bien, el dolor que el amor
ausente causa.
Con
el punto final de su vida, la obra de Bueno queda en evidencia, como un legado.
Un legado al que ni siquiera le hace falta esperar que corra el río de la
historia. Es tan contundente que nos dice a gritos que con él ha muerto no ya el
filósofo más importante de la lengua española (sí, más que Balmes, que Unamuno,
que Ortega y Gasset): con él ha muerto el Platón de nuestro tiempo.